En este Fútbol Club Barcelona en el que Joan Laporta ejerce de G-1 -el líder supremo ordena, legisla y escucha (aplausos)-, los estatutos continúan recogiendo que la asamblea de compromisarios es el órgano supremo de gobierno de la entidad. Para ello, claro, deberíamos ser inocentes, incluso románticos, y creernos todavía que el socio es el dueño del Barça. Y que todos esos fondos de inversión, bancos, comisionistas, empresas, avalistas y conseguidores varios que han ido tomando porciones del pastel llegaron para ayudar, a su manera, a una institución en crisis, no para quedarse con el botín.
Quizá Laporta haya sumergido en el jacuzzi la juguetona rebeldía con la que agarró por primera vez la poltrona a los 40 años. Y quizá piense ahora que, a los 62, se está más a gusto formando parte de un poder burgués que te recoge cuando caes. Porque los favores siempre se devuelven. Cierto es que ha cambiado la rebelde incontinencia por la cautela, porque no hay populismo que funcione mejor que el medido. Más aun en un Barcelona que tiene que saber explicar por qué ha cerrado el pasado ejercicio con 91 millones de euros en pérdidas, como si las benditas ‘palancas’, los cromos virtuales, las ‘joint ventures’ o las promesas de meter la cabeza en la Bolsa no hubieran servido más que para hacer salivar a socios que no podían saber de lo que les hablaban; pero también a la prensa, cada vez menos censora y cómoda tirando de correveidiles ante la propaganda.
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Ha decidido Laporta, avalado por su escuadrón de aduladores, que la asamblea de compromisarios debe ser otra vez telemática. Hace ya mucho tiempo que hace y deshace como le conviene, porque, en estos tiempos, nunca pasa nada. ¿Recuerdan los tuits de Enric Masip que debía revisar la comisión de ética del club? ¿O que el principal asesor de gobierno no tenga cargo oficial? Pues eso.
La asamblea del próximo 19 de octubre no se celebrará ni en día de partido pese a que así lo recomienda la carta magna (el día después se juega el Barça-Sevilla en Montjuïc), ni será presencial. Al parecer, el Camp Nou y sus alrededores están hechos unos zorros.
Ahora que la oposición ha decidido echarse al cuello de Laporta, y pese a estar todavía demasiado diseminada como para inquietar o arrancar un adelanto electoral, el presidente opta por evitar el cuerpo a cuerpo con quienes le vengan con todos esos postulados que antes llegaban de año en año y ahora se reproducen a diario: de Víctor Font, de los bisoños Joan Camprubí Montal y Jordi Termes, de fieles del ‘entorno’ de ‘whatsapp’ (que no de Telegram), o de ese conglomerado de grupos que achuchan (Dignitat Blaugrana, Compromissaris FCB, El Senyor Ramon, Seguiment FCB, Un Crit Valent y Transparència Blaugrana). No así de Toni Freixa, el gran agente doble. De empujado en la calle a empujador de la carretilla.
Aunque el problema de fondo quizá no sea Laporta, mimetizado en aquel expresidente Núñez que pasó sus últimos años en el trono peleando contra fantasmas, no gobernando. Tampoco de la oposición, que, ahora sí, vigila y alza la voz, cuando ya nadie sabe en manos de quién está el club. Sino del propio modelo de gobierno de un Barça donde las asambleas, que por normativa nunca pueden superar los 6.000 compromisarios, siempre fueron tomadas a risa. 462 socios acudieron en 2021 aún con mascarilla. O 667 votaron en 2019 cuando al entonces presidente Bartomeu le tocaba cerrar un ejercicio económico que él mismo avalaba en Harvard. Ya saben cómo acabó todo.
Vivir en una gran mentira tiene algo bueno. Seguimos presumiendo. Y creyendo que el Barça es de los socios.