Las operaciones israelís en territorio gazatí son una constante histórica desde antes del 22 de marzo de 2004, fecha del asesinato del jeque Ahmed Yasín, fundador de Hamás en 1987 como el ala palestina de los Hermanos Musulmanes. La muerte de Yasín y la evacuación israelí de la Franja al año siguiente no hicieron más que dar alas a una organización bien implantada en el territorio y que en muchos momentos procuró, siquiera fuese de forma precaria, servicios asistenciales mínimos a una comunidad abandonada a su suerte. Con el añadido de que la otra organización islamista en Gaza, la Yihad Islámica, presionó siempre a Hamás para que se radicalizara más allá de su extremismo inicial.
Si Yasín denostó desde el principio la estrategia para lograr un acuerdo de paz con Israel –»la supuesta paz no es paz y no es sustituto de la yihad y la resistencia»–, su muerte y la conversión de hecho de la Franja en un campo de concentración de 360 km2 –algo más de tres veces el municipio de Barcelona, hogar de dos millones de habitantes–, sometido a reiteradas operaciones de castigo, fue el caldo de cultivo ideal para que se multiplicara la militancia y explica la victoria de Hamás en las elecciones de 2006. Ni Estados Unidos ni la Unión Europea quisieron reconocer el triunfo de una organización terrorista, y así se dio una fractura que persiste entre la dirección de Hamás y la Organización para la Liberación de Palestina, que debilitó a la ya de por sí muy débil Autoridad Nacional Palestina (ANP) e hizo a Ismail Haniyeh dueño de la situación.
Nada ha restañado las heridas de esa división. Hamás presenta la realpolitik de la Autoridad Palestina, sin resultados tangibles, como una claudicación. El descrédito del presidente Mahmud Abás, la mezcla de inoperancia y corrupción de la ANP y el crecimiento exponencial de los asentamientos en Cisjordania hasta albergar a 600.000 colonos han atraído voluntades al campo de Hamás. La certidumbre de una imposibilidad cada vez mayor de tener un Estado propio ha hecho el resto.
Rompecabezas sin solución
Tal como escribió un editorialista del diario Le Monde a primeros de agosto, «la lógica de la liquidación de sus enemigos seguida por Israel desde hace tiempo nunca ha impedido la emergencia de un relevo aún más peligroso«. Ian Bremmer, presidente del think tank Eurasia Group, ve en la guerra una herramienta que refuerza las posiciones más radicales, no solo en Gaza, sino también en Israel. Esa es la realidad y prevalece la sensación de que, a falta de unidad de las diferentes facciones palestinas, se imponen las opiniones extremas. Como recoge la analista Tahani Mustafá, del instituto Chatam House, «los líderes de Al Fatá reconocen la necesidad de reconciliación con Hamás, pero si tal cosa no socava su poder», un rompecabezas sin solución que se remonta a 2006, cuando la OLP hubo de huir de Gaza.
Frente al discurso permanente de EEUU sobre el derecho de Israel a defenderse han proliferado las voces que vaticinan una relación directa entre el crecimiento de Hamás y la represión israelí. Pero nada ha detenido la estrategia de las represalias como respuesta a las acometidas de Hamás, con especial significancia de estas cuatro: Plomo Fundido (2009), Pilar Defensivo (2012), Margen Protector (2014, la más mortífera: 2.251 muertos) y Operación de los Muros (2021). Todas tuvieron fecha de caducidad y cesaron de forma más o menos acordada hasta la respuesta al golpe de mano terrorista del 7 de octubre de 2023.
En una fecha tan lejana de la guerra en curso como 2015, un funcionario israelí sostenía que no era posible aplicar la solución de los dos estados al problema palestino en tanto perviviese la amenaza de Hamás. Daba por supuesto que los herederos del jeque Yasín no iban a aceptar ninguna fórmula que garantizara la existencia de Israel. Años antes, cuando Gaza era aún un territorio administrado por Israel, el escritor David Grossman prefería imaginar que la aplicación de los acuerdos de Oslo desactivaría las facciones más radicales y permitiría a los palestinos tener su propio Estado. ¿Qué es posible ahora?