Como en la novela de Beckett “Esperando a Godot”, donde todos esperan algo que nunca llega, la amenaza del ataque de Israel a Irán nos mantiene atentos, sabiendo que sucederá, aunque desconocemos cómo y cuándo. Netanyahu no se ha cansado de repetir que la respuesta será contundente, precisa y por sorpresa, algo que todo el mundo teme dada la deriva de su gobierno, sordo a todos los consejos para moderar los ataques. Cada vez está más claro, que esta no era solo una respuesta al brutal atentado terrorista del 8 de octubre, sino más bien una guerra expansionista de consecuencias imprevisibles.
Atacar a Irán es ahora la gran incógnita que puede cambiar el futuro. Ni Israel, ni tampoco EE.UU. pueden pasar el ataque con misiles que lanzó el régimen de los ayatolás como si fuera normal. Habrá respuesta, una represalia no va a quedar diluida por la actividad en otros frentes. Lo que importa ahora es la intensidad con la que se aplique. Joe Biden ya ha trasmitido que no está dispuesto a apoyar un ataque a las instalaciones nucleares o petrolíferas, los dos pilares del poder iraní. Un ataque a una instalación nuclear dispara la amenaza global para todos; una ofensiva que elimine instalaciones estratégicas de petróleo pone en jaque a la industria mundial, con la posibilidad de cortar el flujo del petróleo de emiratos y arabia a buena parte del mundo occidental, lo que transformaría la guerra regional en un conflicto sistémico, que llevaría de nuevo a una espiral inflacionista parecida a la que vivimos con el COVID, con unos precios del transporte, los seguros y el crudo que podría duplicarse. Normalmente un gobierno democrático y con mayor capacidad de atacar y defenderse debería utilizar las armas de manera estratégica, evitando amenazas que también les afecten. El problema es que nada en este conflicto ya es normal. Entre el poder y la furia Netanyahu se ha instalado en la segunda, que es la única manera en la que él puede mantener el poder. Pero es la menos inteligente para la seguridad de Israel y la nuestra.
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