Quince días para una noche de esas que anudan el estómago. El 5 de noviembre Estados Unidos celebrará sus elecciones presidenciales, con Donald Trump y Kamala Harris casi en empate técnico, según las encuestas. La primera economía del mundo es un país partido en dos, donde es tan importante ganar como arrasar al adversario y donde la economía -el coste de la vida-, el control de las fronteras, el futuro de la democracia o el aborto son las grandes preocupaciones del electorado.
Cualquier pronóstico es muy arriesgado, pero Trump puede ganar -igual que en 2016-, porque el republicano suele estar infrarrepresentado en los sondeos, porque la euforia en torno Harris parece un tanto desinflada y porque todavía tengo muy vivo mi viaje a Texas, capital del petróleo de EEUU y feudo republicano. Ningún candidato presidencial demócrata ha ganado desde hace 48 años en el segundo estado del país por tamaño, población, riqueza y votos en el colegio electoral, solo superado por la California demócrata.
El respaldo al expresidente continúa alto -sin que importe su papel en el asalto al Capitolio o su frente judicial- entre los blancos, los hombres, los votantes sin título universitario, los cristianos evangélicos y parte de los latinos. Es así a pesar de su retórica vulgar, populista y retrógrada. El apoyo al republicano es mayor en los suburbios de las grandes ciudades, en los municipios pequeños y en las áreas rurales, donde el conservadurismo social y cultural en torno a la raza, el género o la religión tienen un gran peso. La agenda proteccionista de Trump cala hondo ahí, igual que su obsesión por la frontera. El expresidente culpa a los inmigrantes indocumentados del alza del crimen, la destrucción de empleo y de negocios y el encarecimiento de la vivienda.
Mucho tendrán que esforzarse los demócratas de Harris -que ganan en las grandes ciudades, entre los blancos, los afroestadounidenses y las mujeres- para movilizar a su electorado. Tirar de los Obama en estos últimos 15 días de campaña puede no ser suficiente.
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