La historia de Míchigan se hace carne y hueso en personas como Jon Salamon. Su abuelo, que luchó en la Segunda Guerra Mundial y Corea, trabajó para Chrysler. Su padre, combatiente en Vietnam, lo hizo para General Motors. Y él, tras años de carrera profesional como gestor de cuentas corporativas, hace cinco años también tomó el camino del motor, ese que sigue rugiendo de Detroit a Flint, de Grand Rapids a Lansing, la capital de un estado donde esa industria, con la del transporte, sigue creando el 20% del empleo del estado.
Con sus 15 votos en el colegio electoral, Míchigan se ha convertido en uno de los siete estados bisagra más determinantes e igualados en la carrera por la presidencia que libran a cara de perro Kamala Harris y Donald Trump. Solo Pensilvania lo supera cuando se miran los números de inversiones millonarias en publicidad que inyectan las dos campañas y sus aliados. Y aunque aquí hay muchos factores en juego, el motor y sus trabajadores, su pasado y el presente y el futuro donde el vehículo eléctrico es fundamental y epicentro del debate político, es clave.
Por eso gente como Salamon permite entender estas elecciones. Este hombre de 45 años, casado y con dos hijos adolescentes, trabaja en los Terrenos de Pruebas de Stellantis, la antigua Chrysler, en Chelsea, al oeste de Ann Arbor. Y parte de su misión es poner a prueba vehículos eléctricos, esos a cuya transición ha favorecido la Administración de Biden con inversiones, incentivos y normas de control de emisiones en los nuevos automóviles de combustible. Trump acusa en falso a Harris de tratar de imponer un mandato para su uso, pero también (en una paradoja cuando uno de sus principales aliados ahora es el padre de Tesla, Elon Musk) cuestiona la posibilidad de competir con China.
Salamon, como antes su abuelo y su padre, es miembro de United Auto Workers (UAW), el sindicato que nació aquí en 1935 en la estela de la Gran Depresión. Como todo el movimiento sindical de Estados Unidos, UAW se ha visto azotado por los envites de la globalización, la automatización y agresiva legislación conservadora y ha visto caer su número de afiliados del millón y medio de su época dorada en los 70 a los cerca de 400.000 actuales, más de un tercio de ellos en Míchigan. Pero UAW sigue mostrando su pulso, incluso logrando hitos en plantas que se habían trasladado a estados del sur por sus costes laborales más bajos.
Lo hizo el año pasado con una huelga contra el ‘Big three’ del motor, aquella donde Biden hizo historia como primer presidente estadounidense que se unía a un piquete. Y en un momento en que a nivel nacional el sindicalismo recobra fuerza, Míchigan vuelve a ser referente. Tras la contundente victoria demócrata en las legislativas de 2022, se convirtió en el primer estado en seis décadas en derogar una de las leyes de «derecho a trabajar», el eufemismo con que se bautiza la legislación antisindical.
Trabajadores por Trump
Salamon representa también lo que durante décadas fue la norma: una alianza de los trabajadores con el Partido Demócrata, a quienes no solo dan votos sino la importante infraestructura y organización en busca de la movilización en las elecciones. Pero esa coalición se resquebrajó cuando Trump entró en política. «Comparado con el pasado, los miembros de sindicatos están muchos más abiertos a votar al republicano en la carrera, y en particular a Trump, de lo que lo habrían estado hace dos décadas», constata Jonathan Hansen, profesor en la Escuela Ford de Política Pública de la Universidad de Míchigan en Ann Arbor.
Esa pujanza de Trump entre las filas sindicales ha hecho que el liderazgo nacional de poderosos grupos como los Teamsters (el sindicato con más afiliados de todo el país) o la Asociación Internacional de Bomberos, que en 2020 apoyaron a Biden, esta vez no hayan dado su respaldo formal a ningún candidato, aunque capítulos locales sí se han volcado públicamente a favor de Harris. En una encuesta de UAW en Míchigan, la demócrata tiene el 54% de apoyo y Trump el 34%.
Salamon se ha encontrado, cuando va a hacer campaña puerta a puerta, con el rechazo virulento de quienes apoyan al republicano. «Hay hostilidad, no hay diálogo, simplemente te echan», cuenta. Y si se le pregunta cómo cree que se ha llegado a este punto, tarda milésimas de segundo en contestar. «El espíritu del trabajador estadounidense se ha quebrado«, dice. «Nos han defraudado tantas veces en el pasado que es como si todo el mundo hubiera dejado de creer en ello. Y Donald Trump se aprovecha de ello».
«Algunos creen que les apoya a ellos y su trabajo cuando, en realidad, creo que personalmente le importan un carajo», afirma también. Y recordando que él estuvo «al otro lado» en sus años como trabajador de «cuello blanco», añade: «Los ricos se apoyan entre ellos y, perdón por el lenguaje, no les importamos una mierda los trabajadores, que somos los que ponemos el trabajo duro, los que hacemos que el país se mueva, mientras gente como Elon Musk o Jeff Bezos hacen dinero a manos llenas».
Jóvenes, árabes y suburbios
Míchigan no lo decidirán solo esos trabajadores. Porque en este estado se replica la lucha por cada uno de los votos en las grandes urbes, los suburbios y las pequeñas localidades y pueblos, tónica general de los siete estados péndulo. Como explica Ken Kollman, politólogo de la Universidad de Míchigan, aquí «la batalla principal es la movilización, que se libra barrio a barrio» y «Trump es una máquina de movilización, a favor pero también en contra».
Hay también otras particularidades. Una es el reto que Harris enfrenta con el voto joven, trascendental en un estado de fuerte peso universitario, y el voto árabe por la guerra en Gaza y Líbano. Y esos retos dan alas a Jill Stein, candidata del Partido Verde, en un estado que Hillary Clinton perdió en 2016 por menos de 11.000 votos y donde entonces Stein consiguió 51.000 papeletas. «Si las cosas no estuvieran tan ajustadas su candidatura no sería un tema importante pero tal y como están las cosas cada voto cuenta», explica Hansen, el profesor de la Escuela Ford.
En Míchigan, en esta recta final de campaña, se perciben también otras divisiones y brechas obvias a nivel nacional, incluyendo las que Harris y Trump tienen entre votantes por cuestiones de género y nivel educativo. Y la gran apuesta de la demócrata aquí es reforzar su empuje en suburbios cada vez más demócratas conforme se incrementa su población más formada. Esa estrategia la reforzaba hace unos días con un mitin y un acto al día siguiente con la republicana Liz Cheney en el condado de Oakland, donde Biden ganó por 14 puntos, seis más que Hillary Clinton, y donde Nikki Haley mostró fuerza en sus primarias frente a Trump.
Harris convence a mujeres como Jackie Warner, que para llegar al mitin había cruzado el estado desde Jenison, en las afueras de Grand Rapids, y que apela a ideas como el «respeto» y el «civismo» y habla de una conexión con Harris y con su candidato a vicepresidente, Tim Walz, diciendo: «Siento que son gente que ha vivido la vida que yo he vivido, no han heredado dinero y le dicen a la gente qué hacer».
Harris también se ha ganado a gente como la hija de Jackie, Shelby, de 28 años, que vive en Oakland y trabaja como coordinadora en la Universidad de Míchigan. Aunque tiene ideas más progresistas que las que pone sobre la mesa la vicepresidenta demócrata, no duda. «Siento que como país nos hemos dividido tanto, y hay tanto caos en la política, que aunque tengo los mismos sueños que cuando en 2016 apoyaba a Bernie Sanders entiendo que tengo que hacer algunas concesiones para ver que se consiguen algunas de las cosas que quiero», dice. Entre sus prioridades están «los derechos de la mujer, la sanidad pública y la igualdad, sea aplicada a la economía o a disparidades raciales».
Trump, «presidente de paz»
Trump, por su parte, sigue haciéndose fuerte en las zonas rurales y luchando por arañar más que votos entre la clase trabajadora. Ha conseguido respaldos de líderes en la comunidad árabe alineados con valores ultraconservadores pero que también contrastan las guerras que se han abierto durante la Administración Biden con el mandato de Trump.
Esa idea del republicano como un «presidente de paz» la repiten ciudadanos de origen migrante que le apoyan como Emon Ahmed, que llegó a EEUU desde Bangladesh en 1997 y tiene un supermercado en Hamtramck, donde ha colgado carteles a favor de Trump y Vance. Aunque dice que una de sus motivaciones para votar es la preocupación por la economía y la inflación también asegura que la principal es otra. «Tengo que pensar en mi país de origen, en los países vecinos y en este que ahora es mi hogar, el que siento mi casa. Tenemos que decidir que es momento para un cambio, para hacer el mundo diferente. Y lo más importante es vivir seguros», afirma.
Detroit y el voto negro
Los resultados que arroje Míchigan no se pueden entender tampoco sin el voto negro, especialmente en Detroit, donde esa minoría racial representa el 78% de la población y donde Biden consiguió casi el 95% del apoyo en 2020, aunque la participación había caído al 51%. Y eso explica visitas como la de hace unos días de Barack Obama a esta urbe, que tras declararse en bancarrota en 2013, ha conseguido resurgir como hace una década era difícil imaginar y vibra desde su downtown a Midtown, del este al oeste.
Persisten en la ciudad problemas como la pobreza, el paro que dobla la media nacional y el bajo nivel en las escuelas públicas, pero resulta extraña la apuesta de Trump de seguir poniéndola como ejemplo de declive cuando ha visto caer el número de homicidios a su nivel más bajo desde 1966 y cuando en mayo, por primera vez desde aquella quiebra, registró un incremento de la población.
Aun así, y como sucede a nivel nacional, Trump parece estar consiguiendo según los sondeos lograr avances entre los votantes negros, especialmente entre los hombres. Y el propio Obama, al meterse en la campaña, señalaba a su percepción de que «la falta de energía (ante la candidatura de Harris) parece ser más pronunciada entre los hermanos» y añadía: «Me hace pensar que no sienten la idea de tener una mujer como presidenta y están inventando otras alternativas y razones».
Es un argumento que varios líderes comunitarios consultados en Detroit rechazan y cuestionan. «Es solo un esfuerzo para llevar a las urnas a gente que normalmente no vota, pero se está haciendo a costa de fomentar división entre hombres y mujeres», denunciaba en un acto para movilizar voto negro musulmán el imán Khalil Muminun, fundador del grupo contra la violencia Chill Don’t Kill, que denunciaba la narrativa asentada en los medios. «Es parte de un esfuerzo para mantener a nuestra comunidad dividida, algo que constantemente se hace por la forma en que se nos representa en películas o programas de televisión. No hay hombres negros que no voten porque Kamala Harris es una mujer negra, es falso», dice tajante.
También Jermaine Carey, organizador comunitario vinculado al grupo Dream of Detroit, criticaba que se está «volviendo un arma a los hombres negros que votan por Trump, se les está volviendo una especie de villanos«, aunque a la vez denunciaba propuestas del republicano como dar inmunidad a la policía, algo que ve como «abrir la temporada de caza de la gente negra».
Cerca de allí, en la iglesia baptista del Rey Salomón de Detroit, con sus murales de Martin Luther King y Malcolm X en una pared exterior, el pastor negro Charles Williams II anunciaba desde el púlpito en su misa dominical su voto por Kamala Harris. No decía a su escasa treintena de feligreses cómo debían votar, pero su mensaje directo, y latente a lo largo de todo el sermón, no dejaban lugar a dudas.
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