No me expliquen nada. No hace falta que me cuenten nada. Lo he visto. Sé lo que es. Intuyo lo que es. No necesito adivinar nada. Es terrible. Es aterrador. Provoca escalofríos. Es indigno. Mucho más que doloroso. Es desgarrador. Nadie puede explicar algo así, ni describirlo. Hay que vivirlo. Estar ahí. No cerca, ahí.
Yo fui de los contadísimos españoles que estuvo, la noche del 29 de mayo de 1985, en el estadio Heysel, de Bruselas. Yo presencie el derrumbe de un espectáculo, cómo una fiesta, la fiesta del fútbol, se convirtía en el entierro del fútbol.
Yo sorteé cadáveres, tapados con chaquetas, camisetas, camisas, alguna que otra manta, en el parking del estadio Heysel para escalar hasta la cabina del gran, del inmenso, del maestro José Ángel de la Casa, que estaba transmitiendo la final de la Copa de Europa entre Juventus y Liverpool y que no sabía, ni podía, averiguar los que estaba pasando. Lo intuía, pero él no podía soltar el micro y tratar de averiguar qué estaba ocurriendo.
Se habían cortado todas las comunicaciones en todo el estadio y pensé que la mejor manera de que mi amigo Luis Gómez, en la redacción de El País, pudiese construirme una crónica, era contarle, en directo, a De la Casa lo que sabía y que Luis tomase nota de todo. Y así lo hicimos. José Ángel pudo informar y yo firmar, de la mano prodigiosa de Luis, una crónica de alcance. Luego, ya en el hotel, construí la crónica de un sepelio.
Fue estremecedor, créanme. En todo ello pensaba anoche cuando se confirmó que, sí, que Alavés y Mallorca abrían la jornada de Liga en Mendizorroza. “Esta partido no debió jugarse”, acabó reconociendo el triunfador Luis García. Antes, había visto llorar, a lágrima viva, en la previa del Osasuna-Valladolid, a Vicente Moreno, valenciano, destrozado.
Es el fútbol por encima de todo y de todos. Es la sensación de que el circo no puede, no debe, parar. Y volví a recordar aquella atrocidad de Heysel. El partido se jugó (ganó la Juve, gracias a un penalti inexistente, que transformó Michel Platini) y, no solo eso, los capitanes Phil Neal y Gaetano Scirea cogieron el micro y le dijeron a los 60.000 espectadores: “Vamos a jugar por vosotros”. Y jugaron, sí, jugaron, con 39 cadáveres extendidos en el parking del estadio.
Recuerdo, como si fuese hoy, a los capitanes de la Juve y el Liverpool, Gaetano Scirea y Phil Neal, micrófono en mano, decirles a los 60.000 aficionados de Heysel: «Vamos a jugar por vosotros». Fuera, en el parking, yacían 39 cadáveres.
De qué pasta está hecho el fútbol para semejante falta de sensibilidad. Hace 17 años, en Sicilia, a la salida de un Catania-Palermo, mataron al policía Filippo Raciti. La consternación fue tremenda, sí, pero, a los pocos días, se siguió jugando a fútbol.
Es más, Antonio Mataresse, entonces presidente de la Liga de Fútbol, se atrevió a decir que “el fútbol no se puede parar, los muertos forman parte del sistema”. Mataresse dijo más, sí, mucho más: “El fútbol es una industria. La FIAT se recuperó sin pararse”.
Casi 50 años después de aquella tremenda tragedia, nada comparable a Valencia, por supuesto, pero muy, muy, ejemplarizante para el fútbol mundial, seguimos en el mismo punto de partida de irracionalidad (según la RAE: comportamiento descabellado, disparate, absurdo, locura, insensatez, desvarío, extravagancia), de falta de sensibilidad, empatía y sentido común.
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