En verano de 2017, pocos meses después de la toma de posesión de Donald Trump como presidente de Estados Unidos, Steve Bannon, su jefe de estrategia, ofreció un discurso en la Conferencia de Acción Política Conservadora (CPAC) en la que definió así la ideología del recién nacido trumpismo: “Un nuevo orden político se está formando. Ya seas populista, conservador de gobierno limitado, libertario o nacionalista económico, tenemos opiniones amplias y a veces divergentes, pero creo que el núcleo central es que somos una nación con una economía, no una economía en algún mercado global con fronteras abiertas, sino que somos una nación con una cultura y una razón de ser”.
Bannon, que hace unos días salió de la cárcel donde cumplía condena por dos cargos de desacato por negarse a cumplir con una citación del comité de la Cámara de Representantes que investigó el asalto al Capitolio del 6 de enero de 2021, ha sido el más lúcido ideólogo del trumpismo, más que el propio Trump. En el libro ‘Fire and Fury’, crónica del inicio de la administración Trump, Michael Wolff explica que Roger Ailes, el gran catalizador de la extrema derecha estadounidense a través de Fox News, estaba convencido de que Trump no tenía “creencias políticas ni sustancia”. El movimiento conservador tradicional, el mismo que el trumpismo ha sometido, consideraba al magnate poco más que un charlatán. Trump no se ha caracterizado por haber construido un corpus ideológico: no suele ir más allá de que el país es un desastre, de que el Estado es demasiado grande e intervencionista y de que todos los políticos son débiles e incompetentes (menos él, claro). ‘Make America Great Again’, con eso basta.
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Gustar y ganar
La principal ideología del trumpismo es la vanidad de su líder, su obsesión patológica por gustar y por ganar, su voraz instinto comunicativo. En palabras de Wolff, “a Ailes le gustaban muchas cosas de Trump: su habilidad para vender, su sentido del espectáculo, sus chismes. Admiraba el sexto sentido de Trump en el mercado público, o al menos la persistencia e incansable tenacidad de sus constantes intentos por conquistarlo. […] Le gustaba su falta de vergüenza”. Eso sí, el hecho de que “se hubiera convertido en el máximo representante del hombre común enfurecido creado por Fox era otra señal de que vivimos en un mundo vuelto del revés”.
En cualquier otro país y en otro momento político, estos atributos de Trump hubieran bastado para que su carrera política hubiese terminado en un caucus bajo cero en Iowa. Pero Trump no solo es vanidoso, millonario y detesta perder: es un iconoclasta que desafía, rechaza y destruye las normas, creencias e instituciones establecidas. Él lo hace para ganar, sin vergüenza, y no importa si para ello hay que instigar la toma del Capitolio. El magma que forma la derecha estadounidense (desde la tradicional hasta los grupos más extremos de la alt-right) aprovecha esta iconoclasia para, a través de él, impulsar su propia agenda, por muy extrema, disruptiva y bizarra que sea. Si alguien es capaz de romper las normas, ese es Trump.
Afluentes ideológicos
De ahí que Trump sea el vehículo, el ariete, de una revolución, la trumpista, que no se construye a sí misma sino que se alimenta de múltiples afluentes ideológicos. En el trumpismo caben casi todos (antiaborto, “antiwoke”, filonazis, racistas, ejecutivos de Wall Street, la clase trabajadora tradicional, latinos evangélicos, sionistas, antisemitas, ‘rednecks, la Fundación Heritage y el Proyecto 2025, víctimas de la globalización, antisistemas, nativistas, supremacistas, incels, misóginos, libertarios, discípulos de Ayn Rand, neoliberales, “neocons”, multimillonarios saudís, reaccionarios brasileños o autoritarios rusos), siempre que Trump perciba que les son útiles para cumplir con sus objetivos y obsesiones. Y a la inversa: estos colectivos ven en Trump a alguien capaz de llevar su agenda hasta las últimas consecuencias. Un vanidoso millonario iconoclasta sin ataduras ideológicas ni muchos escrúpulos, un líder ideal para tiempos disruptivos. Da igual que crea o no en lo que impulsa, o si existe o no una visión coherente política tras sus decisiones; lo que cuenta es que esté dispuesto a romper la vajilla necesaria para convertirlo en realidad. Y Trump lo está: un ‘win-win’ para todos los implicados.
Bannon, que ha trabajado para exportar el modelo a Europa, en algunos casos con éxito, supo ver que el trumpismo iba mucho más allá del líder que le da nombre. Su base no deja de crecer, y ha sobrevivido a una derrota en 2020, un intento de asalto al Capitolio y una cascada de procedimientos judiciales. Ha tomado el Partido Republicano y controla los resortes del poder comunicativo, los del ‘establishment’ y los alternativos. Hay una diferencia entre el Trump de 2016 y el de 2024: hace ocho años, cuando hablaba de “Washington”, usaba el cliché más manido de la política estadounidense sin entenderlo ni conocerlo; hoy, sabe muy bien qué se interpone en su camino. Que los fines a los que aspiran el líder y sus seguidores sean tantos y tan diferentes no importa: lo que cuenta es que para alcanzarlos deben superar los mismos obstáculos y adversarios, romper los mismos platos. Y cuando Trump promete que lo hará, sus palabras no suenan huecas, entre otros motivos porque sus opositores, al azuzar el voto del miedo, le otorgan toda la credibilidad. Es la mejor promesa electoral y una forma infalible de ampliar la base.
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