Sus críticos lo dicen a modo de advertencia; sus votantes y seguidores, como un elogio. «Cuando Donald Trump habla, va en serio».
En los EEUU polarizados que llegan en un estado de alta tensión y extrema incertidumbre a las elecciones presidenciales de este martes, alarma y admiración alcanzan un paradójico consenso al hablar del expresidente y candidato republicano. Nadie puede adelantar si Trump logrará frente a Kamala Harris lo que antes solo consiguió Grover Cleveland en 1892: regresar al Despacho Oval tras haber salido de él derrotado. Pero sí hay conciencia, y voluntad por su parte, de que si conquista esa segunda presidencia será muy distinta de la primera.
El mismo y transformado
Trump ya no es el ‘outsider’ que en 2016 irrumpió y transformó la política de EEUU y global, aunque hoy como entonces sigue enarbolando la bandera del populismo nacionalista del «Estados Unidos primero», ahora apoyado por figuras de las élites como Elon Musk o su candidato a vicepresidente, J.D. Vance.
Sigue trazando el retrato apocalíptico de un país en supuesto declive, pero hoy lo hace con un discurso aún más endurecido e instalado en el insulto, la xenofobia y las teorías de la conspiración, que apunta a la inmigración y los demócratas como raíz de todos los males en una nación que él, en su promesa y eslogan de su movimiento de base, dice poder «hacer grande de nuevo«. Y se apoya y explota el estatus icónico, casi de idolatría y veneración, que disfruta entre las bases, más tras haber sufrido en esta campaña dos intentos de asesinato.
Trump ya no es tampoco el líder que debía navegar entre las corrientes de una formación a cuyo aparato había superado por sorpresa: hoy domina y tiene bajo control el Partido Republicano, sus órganos y su agenda. Y no es, tampoco, el neófito que hubo de rodearse en la Casa Blanca y en su Administración de quienes acabaron actuando a modo de guardarraíl, igual que los tribunales y los sistemas de equilibrios y control en el legislativo, cuando sus instintos y objetivos le llevaron a retar normas democráticas y hasta la Constitución y sus límites.
Aquellos fueron altos cargos que ahora no dudan en definir de «fascista hasta la médula» a un político que fue sometido a dos juicios políticos, el primer expresidente imputado por lo penal y ya convicto en Nueva York por el caso de los pagos a Stormy Daniels, el mandatario que se negó (y sigue negándose) a aceptar la derrota en 2020 y cuyas agitaciones de fantasmas de fraude desembocaron en el asalto al Capitolio. Pero en un potencial segundo mandato no se espera que nadie similar forme parte de su gobierno.
«Conozco el juego mejor»
«Ahora conozco el juego un poco mejor», decía Trump hace unas semanas en una intervención en el Club Económico de Detroit, en un formato distinto al de esos mítines cada vez más excesivos que encontraron su máxima expresión en las seis horas de insultos, racismo y xenofobia que se vivieron el pasado 27 de octubre en el Madison Square Garden, un evento que él definió después como un «festival de amor» (parecido a como describió el asalto al Capitolio).
Ese conocimiento Trump lo pondría al servicio de una agenda que ya ha delineado en público y en la que ocupa un lugar destacado la represión de la inmigración con la suspensión de la concesión de refugio, otro veto musulmán y, sobre todo, una deportación masiva. Se trataría de una operación sin precedentes para la que Trump plantea la construcción de centros de detención y el uso de fuerzas militares, que también se plantea usar en México para luchar contra los traficantes, en la frontera o en ciudades gobernadas por los demócratas.
En su agenda entran igualmente medidas económicas que incluyen prolongar y ampliar los recortes fiscales de 2017 que expiran el año que viene, más impulso a la desregulación y una potencial imposición de un arancel básico universal a las importaciones, elevado en el caso de China, una combinación de planes que hace temer no solo que se dispare la inflación, sino que se abra una guerra comercial.
La agenda conservadora y el Congreso
Si su victoria llegara acompañada de la de los republicanos en el Congreso, donde tienen opciones de recuperar el Senado y de mantener la Cámara de Representantes, al menos hasta las legislativas de 2026 podría tener carta blanca para muchas medidas, para nombramientos de jueces y para implementar una agenda conservadora que no solo se ha deletreado en el polémico Project 2025 orquestado por la Fundación Heritage, del que Trump ha intentado distanciarse.
America First, un grupo creado en 2020, con más discreción y lejos de los focos ha conseguido meterse en toda la maquinaria política de Trump, incluyendo su equipo de transición.Y en sus planes para la presidencia entran medidas como detener la financiación Planned Parenthood y obligar a realizar ecografías antes de un aborto, incrementar la producción de petróleo y retirarse del Acuerdo de París, imponer que los permisos de armas deban respetarse en todos los estados, imponer requerimientos de trabajo para recibir la asistencia médica pública para los pobres o establecer por ley que solo existen dos géneros.
Inmunidad y expansión de la presidencia
Incluso sin el control de las Cámaras, o si las mayorías fueran demasiado ajustadas como para garantizar que los pocos moderados aún algo alejados del trumpismo no pudieran frenarle, Trump tendría al alcance una transformación más profunda y radical del país y de la presidencia. Y ese potencial está reforzado por la supermayoría conservadora que él ayudó a instalar en el Tribunal Supremo y que ya ha hecho una ampliación sin precedentes del poder presidencial extendiendo el concepto de inmunidad.
Su objetivo, que sigue su ambición de poder pero también la teoría del ejecutivo unitario por la que han suspirado muchos conservadores, es incrementar la autoridad de la presidencia poniendo bajo su control agencias que hasta ahora han sido independientes o reinstaurando una práctica que adoraba Richard Nixon, la incautación de fondos, dándose la potestad de frenar la entrega financiación aprobada por el Congreso cuando lo considere.
Son otras dos metas, no obstante, las que señalan más a un camino hacia lo que los críticos vaticinan como una «presidencia imperial» o, directamente, autoritaria. Trump y sus aliados tienen todo preparado para acometer un plan que ya intentó sin éxito al final de su primer mandato: eliminar las protecciones que tienen miles de funcionarios para poder despedirlos y colocar a aliados leales. Ha dicho que exoneraría a los condenados por el asalto al Capitolio. Y otra de las prioridades en su hoja de ruta es acabar con la independencia del Departamento de Justicia, que podría usar desde para causas personales como despedir al fiscal especial Jack Smith, que le imputó en dos de sus causas penales, hasta para perseguir a adversarios o a todo aquel que considere parte del «enemigo interior» que retrata como la mayor amenaza del país.
El resultado del 5-N
Para que cristalice todo, una deriva que sin duda toparía con resistencia y con retos legales, a Trump le queda solo un paso: imponerse en las urnas a Harris. Si no lo consigue, sus propias palabras y acciones hacen temer que tampoco esta vez aceptará una derrota. «Creo que vamos por delante por mucho. Si podemos mantener bajo control el fraude, porque hay muchos tramposos, vamos a tener una victoria tremenda», decía esta misma semana. Era una de las últimas muestras de su siembra de dudas sobre la integridad del sistema electoral, que sumada a una estrategia de demandas en los tribunales abona el terreno para retar de nuevo el dictado de los ciudadanos si estos no lo llevan al poder.
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