Unos 250 millones de estadounidenses están llamados a las urnas el 5 de noviembre, pero apenas unos miles de votos decantarán una elección que se prevé tan ajustada como las dos anteriores. En 2016, la candidata demócrata, Hillary Clinton, consiguió 2,9 millones de votos más que Donald Trump, pero el republicano ganó los votos del llamado colegio electoral, un sistema que se remonta a los padres fundadores y que pretendía garantizar la representatividad territorial, pero que a día de hoy genera otra clase de desequilibrios, dejando el destino del país en manos de unos pocos votos en siete estados clave de nuevo para Trump y también para la demócrata Kamala Harris.
El voto en EEUU es un voto indirecto: el ciudadano expresa en su papeleta lo que quiere que vote su representante en el colegio electoral. Cada partido tiene asignado un número de electores por estado, proporcional a la población. Así, el estado más poblado, California, tiene 54 votos en el colegio electoral (por sus 52 congresistas y sus 2 senadores), mientras que Alaska, uno de los menos poblados, tiene solo 3 (tiene un único congresista y mantiene el número fijo de dos senadores). Sin embargo, el principio de proporcionalidad no se aplica a la hora de asignar estos electores: el candidato que gana en cada estado, aunque sea por un margen estrecho, se lleva todos los electores (es así en 48 de los 50 estados, con solo dos excepciones). En total, los candidatos tienen que conseguir un mínimo de 270 votos, la mitad más uno de los 538 electores en juego.
En un contexto de elevada polarización en el que la mayoría de estados ya tienen una tendencia marcadamente demócrata o republicana, son unos pocos los territorios menos homogéneos, reflejo del empoderamiento de minorías oprimidas, como la afroamericana, y de sucesivas migraciones. Con un obstáculo añadido: para votar en EEUU hay que registrarse previamente, no se usa el censo. Por eso, no se trata solo de convencer sino, sobre todo, de movilizar a las bases. No son votantes indecisos, sino estados decisivos.
Dos mundos coexisten en Pensilvania. Por un lado, Pittsburgh, epicentro del llamado «cinturón del óxido» (su equipo de fútbol americano se llaman los ‘steelers’, los que fabrican acero). Por otro, Filadelfia, ciudad cosmopolita y cuna de la democracia americana, además de primera capital política. Bastión demócrata desde 1992, con la excepción de la victoria de Trump en 2016, Pensilvania es el pilar del llamado «muro azul«, los 18 estados que constituyen la base demócrata. Biden, nativo de Pensilvania, obtuvo aquí su ‘mitad más uno’ en 2020.
Detroit, capital del motor, encontró en el populismo de Trump una salida al resentimiento de la clase trabajadora abandonada. Sin embargo, medidas que el republicano tomó como prohibir las entradas de países de mayoría musulmana movilizaron a una notable comunidad árabe, con tal de expulsar a Trump de la Casa Blanca. No obstante, el apoyo a Israel en la guerra de Gaza le costó a Biden un boicot en las primarias por parte de estos mismos electores. Ahora, Harris trata de recuperarlos haciendo énfasis en las demandas de alto al fuego.
En los grandes lagos, junto a Míchigan, a Wisconsin le llaman la «fábrica de lácteos de EEUU». Tras décadas siendo republicano, la migración rural-urbana –hacia ciudades como Milwaukee, donde se celebró la convención republicana– ha provocado que se haya ido volviendo cada vez más progresista. El ascenso de Kamala Harris ha resucitado unas bases demócratas adormiladas. Los 10 delegados de Wisconsin se decidieron por solo un 1% de los votos en 2020.
Este estado fronterizo con México apoyó a Trump en 2016, pero sus votantes quedaron escarmentados por la represión de este contra los inmigrantes, a los que llamaba criminales y violadores, y por la amenaza del muro. La movilización del votante latino –3 de cada 10 en Arizona– rompió con casi un siglo de tradición republicana y dio su apoyo a Biden en 2020. También elegirían a una gobernadora demócrata dos años después, que ha hecho de la reinstauración del derecho al aborto –tumbado en la era Trump– su principal cruzada, alineada con Harris.
El voto afroamericano cambió la suerte de Biden en Georgia. Entre 2016 y 2020, se registraron un 25% más de votantes negros, el mayor incremento en la historia del estado. Los demócratas se propusieron cerrar la persistente brecha racial, algo que ya fue clave para Barack Obama: movilizar a los votantes potenciales facilitando la burocracia. Además, la expansión del área metropolitana de Atlanta –que ya es la sexta mayor ciudad del país y la tercera que crece más rápidamente– también extiende el halo progresista.
Carolina del Norte es la versión ‘light’ de Georgia que todavía pueden ganar los republicanos, con menos población afroamericana (aunque también se ha movilizado) y áreas metropolitanas menos extensas (sus dos ciudades más grandes, Charlotte y Raleigh, representan menos parte del estado que Atlanta en Georgia). Todavía pesa mucho la clase blanca trabajadora en este estado apodado «el de los talones de alquitrán«, tradicionalmente usado para impermeabilizar los barcos. Ha sido republicana desde 1976, a excepción del voto por Obama en 2008.
Los pilares económicos de Nevada se han desplazado de la ganadería al turismo; los casinos de Las Vegas mueven dinero mucho más allá de las apuestas. Hoteles, restauración y todo el sector servicios los mueve una creciente mano de obra latina (ya representan uno de cada 5 votantes de Nevada) y que ha reaccionado con rechazo al discurso antiinmigración. Los demócratas han ganado las cuatro últimas elecciones presidenciales, pero el margen es estrecho, por lo que los demócratas tampoco pueden darlo por sentado.
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