Donald Trump no solo ha ganado por segunda vez la presidencia de Estados Unidos al imponerse con contundencia ante su rival demócrata, Kamala Harris. Lo ha hecho con una victoria arrolladora e incontestable que subraya su poder y que también expone una transformación del país, de su electorado y de los partidos políticos, al menos como se habían entendido durante décadas.
Trump, pese a estar ya condenado por lo penal, pese a haber retado la Constitución y haber rechazado su anterior derrota, pese a haber sacudido normas y dado golpes debilitadores a instituciones y principios democráticos, es el líder al que una mayoría ha elegido. Primero fue el Partido Republicano. Ahora EEUU se pone a sus pies.
Este miércoles le llamaba Harris para conceder la derrota y también le llamaba Biden para felicitarle por su victoria. Y le prometían una transición pacífica, algo que él les negó en 2020 y que la vicepresidenta, en un discurso público unas horas después, recordó que «es un principio fundamental de la democracia y la distingue de una monarquía o una tiranía«.
No fue su única advertencia sobre el triunfo de Trump. Harris recordó que se debe lealtad «no a un presidente o a un partido sino a la Constitución». Instó también a sus votantes a «no rendirse», «arremangarse» y seguir luchando «en las urnas, los tribunales y la esfera pública». «Entramos en un tiempo oscuro«, dijo también sin citar a Trump.
La dimensión de la victoria
Cuando llegue de vuelta, a los 78 años, al Despacho Oval, dando el relevo a Biden como presidente y también como el mandatario de más edad en tomar el cargo, Trump tendrá en el Capitolio asegurada una mayoría republicana en el Senado. Quizá también una mayoría en la Cámara de Representantes, aunque eso está aún lejos de ser una certeza.
Retornará las riendas del país con el manto de la inmunidad presidencial expandida por decisión del Tribunal Supremo, la más influyente institución en el largo plazo, donde gracias a él se instaló una supermayoría conservadora. Y puede que llegue libre de los cargos en dos casos penales que planteó contra él el fiscal especial Jack Smith, que estudia con el Departamento de Justicia como ponerles fin. Una de las primeras muestras prácticas de la dimensión de su victoria.
Aun a falta del recuento de algunos votos, Trump por primera vez en sus tres luchas por la presidencia parece que ha ganado el voto popular, algo que no conseguía ningún republicano desde George W. Bush en 2004. En su camino hacia la victoria en el colegio electoral ha vuelto a tumbar en Pensilvania, Michigan y Wisconsin ese “muro azul” que durante décadas estructuró victorias demócratas y que ya había derribado en 2016 y que esta vez ha ganado por márgenes aún mayores que entonces.
Se ha llevado también Carolina del Norte y Georgia y todo apunta a que hará lo mismo con Arizona y Nevada, culminando la conquista de todos los estados bisagra, esos que tradicionalmente oscilan pero que, tras los resultados de esta elecciones, contribuyen a alimentar interrogantes sobre que sigan vigentes los esquemas sobre el electorado asumidos hasta ahora.
Un nuevo país
Su atronador triunfo en practicamente todos los grandes sectores de ese electorado, los avances especialmente destacados en grupos como los hombres latinos pero también negros, su vigor entre hombres y sobre todo jóvenes claramente atraídos por el imán de testosterona y masculinidad que ha ofrecido en forma y mensaje, hacen que no suene a una de sus frecuentes exageraciones lo que dijo en la madrugada del miércoles en su discurso declarando la victoria. Se ha producido realmente el “realineamiento histórico” del que habló. Y la propuesta de Trump atrae lo mismo a trabajadores de clase obrera que a empresarios y grandes fortunas, incluyendo la del hombre más rico del mundo, su aliado Elon Musk.
Es una coalición a la que Trump ha conquistado con sus promesas de una economía boyante y recortes de impuestos, con dejar atrás el dolor de los altos precios, de cerrar la frontera y expulsar a millones de inmigrantes sin papeles, promesas que ahora debe cumplir con propuestas como los aranceles o esa deportación masiva que corren el riesgo de disparar precisamente lo que tanto descontento ha creado, la inflación.
Guerras culturales
Junto a su propuesta populista y nativista ha presentado también una conservadora y ha cimentado su victoria imponiéndose en guerras culturales y retando a políticas identitarias y la ideología woke, elementos que claramente han desconectado a una parte considerable de los electores del Partido Demócrata.
La propuesta política de Trump, a juzgar por los resultados, parece dar las respuestas que busca una mayoría del país, o al menos de votantes, sobre cómo responder a cambios económicos, demográficos y culturales profundos y, quizá, sin marcha atrás. Pero es también una respuesta que crea miedos sobre una sociedad que se cierra y demoniza a grupos ya particularmente vulnerables.
Trump sigue siendo el político que no huye del insulto y de la provocación, que reta el sistema y vuelve a la Casa Blanca decidido a rediseñar ese sistema y sus instituciones en una transformación que desata alertas de poder autoritario. Ya ha proclamado un deseo de venganza y ha hablado de rivales o la prensa como el «enemigo interno» y se definía el miércoles investido con “un mandato poderoso y sin precedentes”. Es una figura que pudo considerarse especialmente en su irrupción y su primer triunfo una aberración pero ahora, con el respaldo de la mayoría, cobra un aura de normalidad.
El historiador presidencial Timothy Naftali le decía a The New York Times que «los EEUU reales se convierten en los EEUU de Trump». Cuánto tiempo sigan siéndolo, o cómo responderán los demócratas y sus votantes a esa transformación son algunas de las muchas incógnitas que se abren ahora.
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