Hablar de la política exterior de Donald Trump es hablar de incertidumbre. El personalismo que imprime a su gestión, unido a su forma de entender las relaciones internacionales como un negocio puramente transaccional lo convierten en un líder imprevisible. Más conocido por sus fobias que por sus filias o, lo que es lo mismo, por todo aquello que no le gusta, como las instituciones globales o el libre comercio que por la clase de mundo que le gustaría moldear. Un acertijo que no parece que se vaya aclarar a raíz de sus nombramientos en política exterior y Defensa. Trump ha priorizado por encima de todo la lealtad. El resultado es un equipo heterogéneo, con varios veteranos de guerra y nombres más conocidos por sus apariciones en televisión que por su experiencia en los ámbitos que dirigirán. Una extraña mezcla de ‘halcones’, neófitos y hasta una aislacionista cercana a Rusia.
Las dos nominaciones que más han tranquilizado al establishment de la capital, sin complacer necesariamente al movimiento MAGA de Trump, son las del senador Marco Rubio como secretario de Estado y el diputado Mike Waltz como asesor de seguridad nacional. Hasta hace poco ambos entroncaban perfectamente con los ‘neocon’, aquellos cruzados belicistas que causaron una enorme destrucción en Oriente Próximo con el pretexto de exportar la democracia. Tras una ilustre carrera como Boina Verde, Waltz trabajó como director de política del Pentágono bajo el mando de Donald Rumsfeld y como asesor antiterrorista de Dick Cheney, dos de los arquitectos de las invasiones de Irak y Afganistán.