El taxi siempre ha sido un pequeño laboratorio sobre ruedas, ese espacio donde, en lo que dura un trayecto bajo pago, conductor y pasajero unen sus vidas dentro de un vehículo. Es una convivencia forzosa en la que de forma natural se establecen reglas para ese tiempo transitorio juntos. Con la llegada de los robotaxis y con la desaparición visible de uno de los dos factores humanos de la ecuación, el experimento social cambia.
Se puede comprobar en varias ciudades de Estados Unidos donde ya operan comercialmente un puñado de empresas de vehículos autónomos sin conductor, de San Francisco y Los Ángeles en California a Austin en Texas y Las Vegas en Nevada. Y en ningún lugar es la implantación en esta faceta comercial más visible que en Phoenix.
La capital de Arizona era terreno fértil y abonado para esta eclosión, parte del auge de la industria de vehículos robotizados, en la que docenas de compañías están poniendo a prueba vehículos autónomos en al menos diez estados. Tiene una climatología amable, una cuadrícula que domina su planificación urbanística y una completa pero sencilla red de vías que unen y recorren los llamados “suburbs”. Tiene también un ambiente regulatorio favorable a la innovación.
Ese cóctel ha hecho que la urbe y su gran área metropolitana se conviertan en el mayor mercado de operaciones de Waymo, la compañía de taxis autónomos propiedad de Alphabet, la matriz de Google.
Asiento vacío
Casi 700 de sus coches eléctricos Jaguar I-PACE blancos se han integrado en los últimos años en las opciones de movilidad de este área. Son reconocibles en el interior por el asiento del conductor vacío y en el exterior por radares, sensores que detectan luz, espacio y movimientos y cámaras que capturan 360 grados de imágenes.
Hacen que se den la mano automóvil, inteligencia artificial, torrentes de datos y humanos invisibilizados en algún lugar remoto en centros de control, información y emergencias. Y aquí no es futuro sino presente lo que en la inmensa mayoría del país y del mundo aún puede parecer ciencia ficción.
Iniciar la experiencia es fácil. Basta con descargar una aplicación, introducir los datos y un método de pago y pedir un Waymo. Cuando llega el vehículo al punto de recogida establecido, pulsando un botón en la aplicación el coche saca las manijas para abrir las puertas. Y una vez dentro, empieza el viaje hacia el destino elegido.
Esa primera vez, como todas las primeras veces, cuando se paladea cualquier nueva tecnología, tiene mucho de descubrimiento, aventura y emoción. Hay un aire futurista en la voz femenina que recibe diciendo el nombre del pasajero y, conforme el coche arranca una vez que se aprieta en una pantalla el botón de “iniciar el viaje”, da las primeras explicaciones e instrucciones, incluyendo la de abrocharse el cinturón, que no se puede ignorar.
Ahí están las pantallas para ir viendo el recorrido del taxi, que nunca supera los límites de velocidad legales. Como si de un videojuego se tratara, van apareciendo como formas simples los otros vehículos en la carretera, los ciclistas y los peatones y, en una línea coloreada, el trayecto. Ahí están también las opciones para regular la temperatura o escoger el hilo musical.
Todo bajo control
A diferencia de lo que sucede en el modelo de robotaxi que en octubre presentó Tesla o en los que prueba en California Zoox, de Amazon, en estos coches de Waymo ahí están también unos pedales y el volante, que va moviéndose solo, con su jaguar plateado en el medio y claras instrucciones: “Por favor no agarren el volante. El ‘conductor Waymo’ está en control en todo momento”.
Salvo en el caso de emergencia o necesidad, cuando se puede pulsar un botón para hablar con una persona ubicada en algún lugar remoto, en estos robotaxis no hay opción de entablar conversación con un conductor de carne y hueso; de cuestionar o aplaudir su conducción; de abordar, si se tercia, lo divino y lo humano.
Y cuando el aura de novedad se disipa y uno ya no está anestesiado ante la seducción del tránsito a ritmo de algoritmo invisible, es casi inevitable reflexionar sobre lo que está pasando, sobre ese “conductor” que es un ente incorpóreo y amorfo y pensar que otro avance tecnológico, incluso con sus innegables ventajas y comodidades, ha aportado un granito más al acumulado creciente de soledad.
Las empresas del sector apuntan a la capacidad de sus vehículos autónomos de aumentar la seguridad. Waymo, por ejemplo, subraya en uno de sus textos informativos que en el 94% de los accidentes de tráfico en EEUU juegan un papel elecciones o errores humanos. Pero no es menos cierto que a todas estas compañías también les queda un largo camino por recorrer.
Ha habido colisiones, atascos provocados por vehículos autónomos y comportamientos inseguros. También se ha registrado algún episodio grave, como cuando uno de estos coches arrastró varios metros a una mujer que había sido atropellada por otro vehículo tradicional. Y la Administración Nacional de Seguridad del Tráfico en Carreteras tiene abiertas varias investigaciones por incidentes y accidentes. No todo va, aún, sobre ruedas.
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