Tras más de dos décadas de brutal represión, Siria ha despertado sin Bashar al-Ássad. Conocido como “el carnicero de Damasco”, se presume que ha huido del país después de que los rebeldes, en una ofensiva relámpago, tomaran el control de la capital y pusieran fin a un régimen asociado al terror, la violencia y la corrupción durante medio siglo.
Bashar Háfez al-Ássad, oftalmólogo formado en Londres, alguna vez soñó con una vida lejos de la política. Sin embargo, la muerte de su hermano mayor, Basil, en 1994, cambió su destino y lo convirtió en el sucesor de su padre, Háfez al-Ássad. Hasta entonces, Bashar había vivido fuera del alcance del dominio familiar, descrito por quienes lo conocieron como tímido y alejado de las ambiciones políticas. La muerte de Basil lo forzó a asumir un papel central en el régimen, transformándose de joven médico en Inglaterra a heredero de una de las dictaduras más opresivas de Oriente Medio.
En el año 2000, al morir su padre, al-Ássad tomó el poder en una “elección” sin oposición. Aunque en sus primeros años algunos líderes occidentales lo percibieron como una figura renovadora, pronto quedó claro que seguiría los pasos de su predecesor. Sus promesas de apertura política y desarrollo se desvanecieron rápidamente. Tras la llamada Primavera de Damasco, un breve intento de mayor libertad, en 2001 la represión regresó con fuerza.
En 2011, inspirado por la Primavera Árabe, un movimiento prodemocrático emergió en Siria. La respuesta de al-Ássad fue devastadora: en lugar de dialogar o implementar cambios, optó por una represión sangrienta, encarcelando y asesinando a miles de manifestantes en los primeros meses. Esto marcó el inicio de una guerra civil que transformó al país en un terreno fértil para el extremismo, dando lugar al ascenso de grupos como ISIS y una crisis humanitaria que desplazó a millones de personas.
Inicialmente, la oposición era pacífica, formada por estudiantes, activistas y ciudadanos que buscaban reformas. Sin embargo, la brutalidad del régimen llevó a muchos a tomar las armas. Con el tiempo, esta resistencia se fragmentó en grupos diversos, desde milicias locales hasta organizaciones de ideologías radicales.
Durante los primeros años de la guerra, algunas facciones rebeldes recibieron apoyo limitado de potencias extranjeras como Estados Unidos, Turquía y países del Golfo. La falta de cohesión en la oposición permitió que grupos extremistas como el Frente al-Nusra (afiliado a Al Qaeda) y, más tarde, el Estado Islámico, se fortalecieran. Actualmente, Hayat Tahrir al-Sham (HTS), considerada terrorista por Estados Unidos y otras naciones, lidera la coalición que logró la reciente ofensiva. A pesar de su ideología islamista radical, HTS logró coordinarse con facciones moderadas y milicias locales que buscan un futuro sin al-Ássad.
El conflicto, que comenzó como un levantamiento popular, se convirtió en una guerra compleja con múltiples frentes. Los rebeldes enfrentaron no solo al régimen, sino también a ISIS y a sus propias divisiones internas. La caída de Bashar al-Ássad representa una victoria simbólica, aunque las tensiones entre los diferentes grupos plantean serios desafíos para el futuro político del país.
Con el paso del tiempo, el régimen y sus aliados se desgastaron. Rusia, distraída por su invasión de Ucrania, y Hezbolá, debilitado por los ataques israelíes y la crisis económica en Líbano, dejaron de ser pilares sólidos. Irán, también afectado por problemas internos, no pudo llenar este vacío. Estas circunstancias permitieron a los rebeldes lanzar una ofensiva coordinada que desmoronó rápidamente las defensas del régimen.
El colapso fue fulminante. En pocos días, los rebeldes tomaron ciudades clave como Homs y Alepo, avanzando hacia Damasco, donde apenas encontraron resistencia. Las imágenes de ciudadanos arrancando pósteres de al-Ássad y de su padre en las calles simbolizan el fin de una dictadura sanguinaria.
Siria enfrenta ahora un futuro incierto. Rusia, con intereses estratégicos como el puerto de Tartús, e Irán, que sigue usando Siria como base en su conflicto con Israel, no abandonarán su influencia en la región. Mientras tanto, Estados Unidos, enfocado en prevenir el resurgimiento de ISIS y proteger a sus tropas, observa de lejos.
La ausencia de un liderazgo claro y la fragmentación de las fuerzas rebeldes dificultan prever el rumbo de Siria. Aunque Bashar al-Ássad será recordado como uno de los líderes más brutales del siglo XXI, su caída no garantiza el fin de la violencia ni de la inestabilidad. Reconstruir un país devastado por 13 años de guerra y más de medio siglo de dictadura será un desafío monumental.
El futuro de Siria dependerá de si las fuerzas que compiten por el poder pueden, contra todo pronóstico, encontrar un camino hacia la estabilidad y la reconstrucción. Hoy, tras años de devastación, el pueblo sirio mantiene viva una chispa de esperanza. Mañana será otro día.