Sólo quienes se han visto atormentados en el Signal Iduna Park, donde es imposible despegarse del asfixiante aroma a azufre que desprende su muro amarillo, pueden entender el valor de lo conseguido por el Barça en Dortmund. Olviden por un momento que el equipo azulgrana tiene ya prácticamente hecha la clasificación directa para octavos. Olviden, incluso, el triunfo, monumental, en un escenario hostil, ante un arbitraje también hostil, y alcanzado en el mismo ocaso tras los continuos intentos de levantamiento del Borussia. El gran valor de este Barça es que divierte, emociona y atrapa a sus hinchas. ¿No era esto el fútbol?
Por desgracia es también el fútbol el deporte de las verdades absolutas, siendo demasiado sencillo -sobre todo para nosotros, los periodistas-, emitir juicios de valor una vez el equipo corrobora -o contradice- nuestras filias y fobias. Siempre fue así. Pero convendría detenerse en las explicaciones contradictorias emitidas acerca de este Barça de Flick, que pareció derrumbarse después de haber demostrado ante el Bayern en Montjuïc y el Real Madrid en el Bernabéu que otra vida era posible.
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Frente a un Borussia Dortmund con jugadores capacitados para atropellar por velocidad y fuerza a los equipos que se deciden a presionarle bien arriba, Flick tampoco se arrugó. ¿Alguien dudaba que recularía? No solo eso, logró esta vez que sus futbolistas, durante largos tramos de un formidable primer acto, dominaran el juego con el balón -porque este equipo sí sabe hacerlo-, no rifando ataques por mucho que a Raphinha se le llevaran los demonios cada vez que Casadó o Cubarsí no le filtraban un balón. Ese trabajo ya lo haría Olmo a su debido tiempo.
«Viva la tristeza, viva el dolor», que gritan Los Punsetes cuando se encaraman al escenario. Vivimos un tiempo en que la victoria es obligación y norma, no una consecuencia. Así, resulta comprensible que la mentira pueda ganar terreno con mucha facilidad ante las dificultades que conlleva rebatir toda decepción, por episódica que sea. El Barça que perdió en Anoeta y en Montjuïc ante Las Palmas, y que empató en Balaídos y el Villamarín, no es tan diferente que el que alzó los brazos en el viejo Westfalenstadion.
Arriesga muchísimo, pero a cambio se deja la vida en el área contraria; sigue siendo inocente (el pase de Iñigo Martínez en el 2-2, las desconexiones de Balde, o el ligero empujón de Cubarsí que propició el penalti), pero explota su rebeldía adolescente y permite a Lamine Yamal asomar cuando y donde debe; tiene un entrenador que interviene a lo salvaje, pero esta vez asaltó Dortmund en un último tramo sin Raphinha, Lewandowski y Olmo, pero con Fermín y, sobre todo, Ferran Torres siendo determinantes. En un equipo incomprensible sin el don de la ubicuidad de Casadó, todos (si a De Jong le da por reconectarse) cumplen con su rol.
Entre mentiras y verdades, ya veremos si definitivas, el Barça ha recuperado el respeto de Europa. Pero, sobre todo, ha conseguido que sus partidos sean adictivos.