La sonrisa rota de Lamine Yamal, que empezó siendo la parte alegre del Barça que recoge un trofeo, es la explicación sin palabras del desastre del domingo, cuando el equipo empezó a caerse desde lo más alto de su esperanza hasta las cabriolas tristes de la autodestrucción. Parecía como si, sin entrenador o desamparados, los chicos se hubieran quedado solos.
No hubo tregua. La sonrisa se fue rompiendo y el contagio fue total, una tormenta organizada por el maligno para quitarle la esperanza a todo el equipo, desde la dubitativa línea de atrás a la disminución sucesiva de talento. Como si el Barça se hubiera vaciado, entregado a un sueño oscuro, el mismo en que nos adormecíamos los niños que vimos caer al equipo tantas veces.
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El Barça siempre se ha caído, y se ha levantado. En los años en que yo me hice azulgrana, y así me hacía llamar en mis primeros escritos, Juan Azulgrana, me escondía en mi casa como si un navío entero de burlones me estuviera esperando en la calle para avergonzarse.
Ahora es Lamine Yamal el que representa a aquel chico, a aquellos chicos que éramos acérrimos del color azulgrana y que nos escondíamos de todos para impedir la burla de la calle. En este caso, era un equipo que nunca nos ganó, ni nos iba a ganar, el que desde que amaneció el partido ya estaba diciéndonos que era el Benfica, o el Madrid, o cualquiera de nuestros verdugos.
Cuando el partido iba por el minuto 60 y yo sentí que, si acaso, podíamos empatar, me fijé en Lamine, en sus señales, las que emitía para que lo interpretaran en el banquillo. Como los que estábamos en casa, él sabía que lo que estaba explicando era una señal de auxilio. Decía que él quería seguir, pero que ni él podía arreglar aquel juego que, misteriosamente, se les había ido de las manos, y de los pies, es decir, de la cabeza. Pedri se empeñaba, con esa potencia desesperada con que los canarios creemos eliminar las tormentas, de hacer lógicas las jugadas. Pero Lamine, su intérprete en los últimos tramos, sabía perfectamente, hasta que se fue, que estaban jugando más las lágrimas que el futuro. Y se fue.
Fue un símbolo, una metáfora dura, inaprensible. Como aficionado que soy al equipo esperé hasta el final que el trasplante (Gavi) tuviera la suerte que se merece: ganar al menos un punto, ser tan útil como su entusiasmo. Hasta el muy noble, y rabioso, Raphinha, quiso ser más que él mismo, y ni él, que a veces lleva en el bolsillo un milagro, fue parte del héroe que, desde el banquillo, reclamaba la tristeza infinita del muchacho Lamine.
Dios en Dortmund
El desorden, el desorden del nombre del Barça, que una vez, hace nada, parecía dios en Dortmund, fue parte de la derrota que se fue haciendo. Nosotros, en casa, los espectadores en el estadio, pudimos observar que aquel al que veíamos de regreso de Alemania era un equipo de escolares que, al romperse al principio del juego, era incapaz de explicarse. Y poco a poco se fue rompiendo hasta ser la más preclara, y triste, explicación de un título que yo mismo usé en mi primer libro, seguramente mi primer fracaso: crónica de la nada hecha pedazos.
Cuando Flaquer, mi bendito narrador de los buenos (y de los malos) momentos, dijo al fin que aquella se había acabado, cerré la televisión y luego evité la radio, y me puse a leer un libro bellísimo, de periodismo, escrito por el argentino Tomás Eloy Martínez: Lugar común la muerte.
No hubo manera de dormir, y en realidad esta crónica es como si un sueño se hubiera roto como la sonrisa de Lamine Yamal.