El edificio lo representa todo. Una gran torre antes acristalada se levanta sobre una base de piedra amarilla. La construcción es icónica: la oficina del gobernador de Alepo, la segunda ciudad siria. Su estado actual, sin embargo, dista mucho del pasado.
Las vidrieras de la torre —completamente abandonada desde 2016— están casi todas rotas. Ahí, durante el sitio de la ciudad, francotiradores del régimen de Damasco tenían establecida su base y disparaban contra los barrios rebeldes. La torre, a pesar de que el conflicto en Alepo se terminó en 2016, nunca fue reparada.
Pero la base, donde estaba el despacho del gobernador, sí. Allí el lujo era claro y ostentoso y la oficina, una habitación de cerca de 100 metros cuadrados, estaba equipada con todo. Pero ahora el régimen de Bashar el Asad, el anterior presidente sirio, ha caído y los nuevos inquilinos del poder sirio —tanto en Damasco como en este edificio de Alepo— buscan cambiarlo todo: crear un Estado de cero.
Tienen bien poco adónde agarrarse. El sistema de Asad, su propuesta de Estado, nunca existió. Su gobierno —a excepción de sus dos primeros años, en 2000, en los que prometió esperanzas y avances— nunca se basó en unos ideales que defender, un progreso al que llegar ni una visión que proteger o exportar. No.
Asad creó un sistema cuyo pegamento y razón de ser única era el enriquecimiento de los de arriba a través del robo a los de abajo; el exprimir al máximo, sin contemplaciones, todo el jugo posible de un país entero. En las últimas décadas —sobre todo en los últimos años de guerra civil—, la fruta estaba seca, amarga. Destruida después de más de 600.000 muertos y siete millones de desplazados en el extranjero de un país de 22 millones.
Pero mientras la fruta diese de sí, la extracción tenía que seguir, ya fuese a través de robos o con la producción y distribución del captagon, una anfetamina barata cuya producción mundial, mayormente, venía de Siria. Más concretamente, del círculo cercano a Asad.
Ahora, tras la caída del régimen, todo el mundo dice en voz alta lo que ha tenido que callar en los últimos años, y los ejemplos abundan: toda familia tiene historias de un familiar desaparecido o detenido —o secuestrado, porque no hay mucha diferencia— por las fuerzas de seguridad, que pedían un rescate de varios miles de dólares a cambio de liberar a los presos. Si el dinero no llegaba, el preso caía en el pozo sin fondo de las cárceles sirias. Esta práctica se extendió durante toda la guerra.
El presidente sirio, ante el mundo y ante la población bajo su control, se presentaba así como el mal menor: la vida puede ser difícil, incluso injusta, aceptaba, pero los rebeldes —todos yihadistas, todos ‘cortacuellos’, aseguraban sus medios de comunicación— son mucho peores. Así que resistid la penuria en la que vivís, población siria, porque la alternativa es mucho peor. De nada.
Este argumento, sin embargo, se resquebrajó en dos semanas de ofensiva rebelde: la depresión en los territorios de Asad era tal que cuando los supuestos ‘cortacuellos’ rebeldes empezaron a avanzar en dirección al sur, no solo no había resistencia civil, sino que los locales celebraban la llegada de los rebeldes mientras los soldados de Asad —sin el apoyo de la aviación rusa— decidían que no merecía la pena luchar y morir por un régimen inexistente, que les había obligado —a ellos también— a maltratar y ser maltratados por sus superiores.
Un nuevo modelo
Y es este el punto el que Hayat Tahrir al Sham (HTS), la antigua filial de Al Qaeda en Siria y la mayor y mejor organizada de las milicias rebeldes sirias, ha entendido a la perfección.
«La seguridad es nuestro foco principal y nuestra principal preocupación. Después de esto, nos centramos en que la población tenga acceso a comida y servicios. Pero sobre todo nos centramos en proveer la seguridad. Que la gente esté segura en sus casas y en las calles y mercados para que puedan trabajar sin problemas y sin que nadie les moleste», explicaban desde la oficina del gobernador de Alepo Mohammad Zakaria Lababidi, Fawaz al Hilal, Abd al Wahab Da’as: el triunvirato de hombres que ahora gobierna la segunda ciudad siria en representación de HTS y su Gobierno de Salvación Sirio.
El cambio es radical, revolucionario. Los sirios que celebran ahora no lo hacen por la victoria de una milicia islamista radical —que a pesar de ser preguntada cientos de veces si querrá imponer la ley islámica en todo el país no da una respuesta clara, aunque da a entender que no, pero que ya se verá— sino que celebran que, por fin, cuando uno vaya a hacer un trámite burocrático, no tendrá que sobornar a media oficina gubernamental para realizarlo; celebran que uno, cuando se desplace en coche, no será amenazado por soldados y policías que ofrecen billetes de ida a las cárceles sirias si no se paga una gran suma de dinero; celebran que uno, al salir de casa, no será aleatoriamente detenido y permanezca desaparecido indefinidamente en lugares como la cárcel de Sednaya, donde la tortura y la muerte era algo ordinario.
HTS ha entendido todo esto y lo único que ha propuesto hasta ahora —dos semanas después de su victoria— es tan solo acabar con el sistema de Asad. Nada más. Solo eso. «No hemos derrocado ni cambiado ninguna ley. Hemos mantenido a los funcionarios anteriores. Y donde vemos que hay un agujero en la gestión, lo intentamos tapar. Cerca del 95% de los trabajadores del antiguo régimen en el sector de los servicios están trabajando ya para nosotros y la nueva administración. Tan solo hemos dado órdenes muy claras de terminar con cualquier tipo de corrupción, y nos comprometemos a perseguir los que la intenten», explicaban los hombres del triunvirato de gobernadores de Alepo.
Una minoría secuestrada
No todas las celebraciones, sin embargo, son de puro corazón. La minoría alauí de la región mediterránea de Siria —de donde emanaban los Asad—, teme ahora ser ella el blanco de las venganzas de los rebeldes y la mayoría suní del país, increíblemente castigada por el régimen.
Esta minoría, durante los brutales años de reino de Hafez y Bashar, padre e hijo, fue abrumadoramente favorable al régimen, y gran parte de los altos cargos en el Ejército y Gobierno de Asad provenía de este grupo.
Esto no significa que los alauís no sufriesen el régimen de Asad. «Muchas veces intentamos hablar con el Gobierno para pedirle que invirtiese en la región de Latakia y sus alrededores. Este lugar es muy bonito; podría recibir mucho turismo. Pero no hicieron nada. Nos abandonaron, y sin trabajo ni oportunidades, el único recurso de los jóvenes era ir al servicio militar«, decía Brahim Isa, un representante alauí del pueblo de Qardahah, la cuna de los Asad.
La trampa a los alauís, consideraba Isa y muchos en la región, era un secuestro: el régimen les convenció de que los rebeldes —el mal peor— les pasarían a cuchillo a todos a la mínima oportunidad, y contando con el apoyo por defecto de este grupo, Damasco abandonó económicamente a la región, lo que acabó obligando a los jóvenes alauís, sin alternativa, a participar en el sistema y entrar al Ejército.
El salario de un soldado, 20 dólares, así, no dejaba otro modo de supervivencia que robar, expoliar, maltratar y exprimir. Todo permitido —y reclamado— por los oficiales, que debían llevarse su parte (y entregar otra parte más arriba). Si un joven soldado no quería participar en esta cadena, su destino estaba sellado.
Solo el tiempo dirá si los nuevos amos de Siria serán capaces de acabar del todo con este sistema, y satisfacer las necesidades humanas y democráticas de una población, la siria, torturada y castigada durante 50 años de gobierno de los Asad. Pero esto, ahora, aún queda lejos: Siria aún está de celebración.
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