Este 9 de noviembre, el alcalde Kai Wegner ha encabezado el desfile institucional a la Bernauer Strasse para recordar la noche más hermosa del Berlín reciente en un ambiente enrarecido por más inquietudes que certezas. Se llega al 35 aniversario de la caída del Muro en un momento de fuerte tensión política. No solo por el hundimiento de la coalición de Olaf Scholz y la perspectiva de elecciones anticipadas, sino porque además el antiguo territorio de la Alemania comunista está ahora bajo el dominio de la ultraderecha más radical de Europa.
El recuerdo de la noche mágica en que los berlineses pudieron, por fin, pasar andando y sin visado al otro lado, sin miedo a recibir un disparo de la policía fronteriza comunista, nunca fue un festejo fácil para Alemania. Son varias las efemérides que confluyen en esa fecha y no todas son hermosas. A otro 9 de noviembre, el de 1938, se le conoce como la Noche de los Cristales Rotos. Miles de sinagogas y comercios judíos fueron devastados; al día siguiente empezaron las deportaciones a campos de concentración nazis. La coincidencia de ambos aniversarios impide grandes festejos. Pero se solía incidir en que la caída del Muro marcó tanto el fin de la traumática división ciudadana como de la Guerra Fría. Al menos, eso se creyó.
Desigualdades y frustración
El 9 de noviembre es en Berlín una jornada de obligada visita institucional a la Bernauer Strasse. Es una de las calles que quedó partida por el muro levantado por el régimen comunista el 13 de agosto de 1961. El propósito era frenar el flujo de ciudadanos que se marchaban con lo puesto al Berlín libre, los sectores francés, estadounidense o británico. Ahí está el centro de documentación sobre la vida berlinesa en los 28 años y meses que estuvo en pie la llamada «Franja de la Muerte».
A la caída del muro siguió una reunificación exprés, negociada por el canciller Helmut Kohl con las potencias aliadas que derrotaron al nazismo y otros socios europeos. El territorio de la República Democrática Alemana (RDA) quedó absorbido por el de la República Federal de Alemania (RFA). Desaparecieron los órganos de poder comunistas, pero también muchas señas de identidad de sus ciudadanos. Del «paisaje floreciente» prometido por Kohl para el este se pasó al desempleo, las desigualdades y la frustración. Tres décadas y media después, Alternativa para Alemania (AfD), a la que rechazan por su radicalismo el resto de ultraderechistas europeos, es primera fuerza en parte del este. La socialdemocracia de Scholz, verdes y liberales quedaron reducidos a mínimos en las urnas. En el bloque conservador (CDU/CSU) de Friedrich Merz, primera fuerza en los sondeos para las generales, son muchas las voces que reclaman el fin del cortafuegos contra la AfD.
El flanco báltico y nórdico levanta sus muros
Helmut Kohl selló el Tratado de Unidad entre las dos Alemanias en octubre de 1990. Un año después se desintegraba la Unión Soviética. La caída del Muro arrastró la del Telón de Acero, se dijo entonces. Exrepúblicas soviéticas como Estonia, Lituania y Letonia ingresaron en los años siguientes no solo en la Unión Europea, sino también en la OTAN, lo que Moscú encajó como una afrenta. Otros países comunitarios con provechosos vínculos con Rusia, como Finlandia, prefirieron la neutralidad militar.
En 2021, un año antes del arranque de la invasión rusa de Ucrania, los bálticos, junto a Polonia, denunciaron una guerra híbrida dirigida desde el Kremlin. Advertían que se empujaba desde Bielorrusia a miles de refugiados hacia su territorio con propósitos «desestabilizadores». Polonia y los bálticos veían ratificados así sus temores, históricos o del presente. Empezaron a blindar fronteras y levantar vallas de protección. En 2022, con el estallido de la guerra de agresión rusa sobre Ucrania, Finlandia y Suecia abandonaron la neutralidad para pedir el ingreso por la vía rápida en la OTAN. De temor a una guerra híbrida se pasó al de ser el siguiente plato, tras Ucrania, del insaciable Putin. En el concepto de guerra híbrida entraban también ciberataques y campañas de desinformación rusa.
El atlantismo europeo cede terreno al trumpismo
Mientras nórdicos, bálticos y polacos refuerzan o cierran sus fronteras, países del este de lo que fue la órbita de influencia soviética se han decantado por la vía prorrusa. Son lo que en Alemania se denomina ‘Putinversteher’, los que dicen entender la postura del líder del Kremlin. El término se aplica tanto a la ultraderecha alemana prorrusa o la izquierda radical de Sahra Wagenknech como a los socios europeos que de pronto abogan por el fin de la ayuda a Ucrania. Se erigen en estandartes de un nuevo pacifismo, mientras socavan a escala interna la independencia del poder judicial, puntal de las democracias liberales. Sus máximos representantes son el líder húngaro, Víktor Orbán, por parte del ultranacionalismo, o el eslovaco Robert Fico, por el de una izquierda populista asimismo prorrusa. La victoria de Donald Trump les da alas. Y su influencia en la UE es creciente, con una Alemania con un gobierno agónico y una Francia donde Emmanuel Macron depende del voto de la ultraderechista Marine Le Pen.
Suscríbete para seguir leyendo