Firas se dio cuenta de que algo iba mal cuando vio a su vaca vomitar y desplomarse al suelo. “Fue entonces cuando yo también empecé a encontrarme fatal. Me costaba respirar, estaba sudando, el cuello me quemaba”, recuerda Firas, que tuvo suerte porque el proyectil le cayó lejos, unos cientos de metros hacia allá, al norte del pueblo.
“El cráter ya no existe. Lo taparon. Pero nunca me olvidaré de ese día. La mayoría de muertos fueron niños. Porque sus cuerpos son pequeños, ¿sabes?, y no pueden luchar contra los (agentes) químicos”, recuerda Firas.
Hace mucho, más de siete años, pero en el pueblo de Jan Sheyhún, al norte de la ciudad siria de Hama, todos lo recuerdan. A las 6.30 de la mañana del 4 de abril de 2017, varios aviones lanzaron contra la localidad un ataque aéreo raro. Las explosiones, normalmente atronadoras y feroces, esa vez fueron calladas, algo tímidas.
El peligro emergió pocos minutos después del impacto. “Como era temprano, la gente aún estaba en casa, y por eso muchos se vieron afectados, porque el gas se quedaba encerrado dentro. Vi mucha gente desmayarse. Cientos de animales murieron vomitándose encima. El olor era indescriptible. Fue un ‘shock’”, recuerda Firas: “El criminal Bashar [el Asad, el hasta el domingo pasado presidente sirio] nunca tuvo ningún problema en asesinar a la gente como fuese”.
Según los rebeldes sirios —que en ese momento controlaban Jan Sheyhún—, en el ataque murieron 89 personas y 541 tuvieron que ser tratadas por inhalación de gas sarín, un agente neuroquímico prohibido según la Convención para las Armas Químicas de 1997. Asad y su aliado, Rusia, como ya habían hecho en otras ocasiones en el pasado, negaron la mayor: que el ataque era falso, “propaganda estadounidense”, decían, que nunca había ocurrido. Luego cambiaron la versión y dijeron de acuerdo, sí ocurrió, pero que la culpa fue de los rebeldes, porque el bombardeo había sido contra un arsenal opositor, y que era allí donde estaba el gas sarín.
Una investigación conjunta de Naciones Unidas y la Organización Para la Prohibición de las Armas Químicas (OPAQ) llegó a la conclusión que el ataque había ocurrido. por supuesto, y que el responsable había sido el régimen de Damasco.
Ya todo es pasado
Aunque hayan pasado años, nada queda atrás. Jan Sheyhún se encuentra a medio camino entre Hama y Alepo y está atravesada por la autopista M5, la que, durante años, ha marcado con idas y venidas la línea del frente entre los rebeldes, en Idleb —al oeste—, y Asad, al este.
Las marcas de la guerra, aquí, se notan por todas partes. El asfalto de la autopista está, en algunos tramos, escondido tras un muro de tierra que blinda los coches a cualquier curioso armado en el otro lado. Por todo lo largo de la vía, varios tanques inútiles, trincheras y antiguas cabinas de francotiradores decoran el lugar.
Hace menos de una semana que cayó el régimen de Asad, y todo sigue inmóvil, en su lugar. Todo, menos algunas de estas cabinas, cuyos techos metálicos son desmantelados por un grupo de chatarreros optimistas: la guerra ha terminado y las trincheras, pensarán, ya no serán necesarias.
Los pueblos que cruza la autopista, sin embargo, son los que han sufrido más estos años de guerra. En ellos no queda apenas un edificio sin su marca de guerra, sin su pared caída, sin su techo derramado. El lugar está completamente inhabitable, destrozado hasta su esqueleto y, por supuesto, aquí no queda casi un alma.
“En ese edificio, dos personas murieron en el ataque químico; en ese otro, tres”, dice Naher, una madre de familia cuya casa se halla a apenas una decena de metros del lugar del impacto, en Jan Sheyhún. La familia, ante la intensidad de los bombardeos en la localidad, había huido unos meses antes en dirección a Hama.
“Bueno, no. Eso son solo nuestros vecinos. Los que conocíamos. Pero probablemente los que murieron en esas casas que señala mi mujer fueron más”, intenta corregir Mazen, el marido, a Nayer, y que dentro de las casas, en los sótanos escondidos, había muchos desplazados internos: “Murió mucha gente. Mucha. Un vecino dejó a su familia allí, en el refugio subterráneo, y salió a ayudar a rescatar personas de debajo de los escombros. Al volver se encontró a su mujer e hijo muertos en el sótano”.
«Colgar al bastardo»
Asad, el domingo pasado, mientras su régimen de 54 años se desvanecía en cuestión de horas, consiguió escapar destino a Moscú, donde ahora vive exiliado, lejos de su país en ruinas. Y los sirios lo celebran.
«Nuestra fiesta de hoy es enorme. Muy grande. Y la compartiremos todos. ¡Saludos de parte de Hayat Tahrir al Sham (HTS), gentes de Hama!», grita un orador, a través de altavoces, ante una multitud de decenas de personas concentradas en la ciudad del centro sirio, uno de los puntos más importantes de la revolución en el país árabe en 2011. «¡Viva la nueva Siria libre!», continúa el hombre.
La multitud corea al unísono. Todos —o casi todos, porque hay excepciones que confirman la regla— llevan banderas de la nueva Siria: verde, blanco y negro con tres estrellas rojas, la primera bandera que tuvo Siria tras la independencia de Francia, en 1946.
“¡Venga, amigos! ¡Empecemos por Hafez!”, gritan los altavoces, en referencia al padre de Bashar al Asad, el presidente sirio entre 1971 y 2000, Hafez al Asad. “¡Hafez, maldita sea tu alma!”. “¡Ahora, Anisa! ¡Anisa, maldita sea tu alma!”, continúa el orador, que cita el nombre de la esposa de Hafez. Los manifestantes se animan: “¡Ahora todos juntos! ¡A la vez! ¡Hafez, Anisa, malditas sean vuestras almas por haber traído a este mundo al cerdo de Bashar!”.
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