La primera vez que Samir Ballouz fue a Nation Station fue para aprender a cocinar comida esrilanquesa. De padre libanés y madre filipina, su familia siempre ha estado muy involucrada en la solidaridad con la enorme comunidad de trabajadoras domésticas migrantes que hay en el Líbano, encargadas de dar la clase. Entonces, ya le fascinó cómo un grupo de seis amigos había reconvertido una gasolinera abandonada en una cocina comunitaria. Pero, ahora, está verdaderamente impresionado. «Es como una orquesta», reconoce a EL PERIÓDICO. Frente a sus ojos, una quincena de voluntarios preparan y empaquetan comida como una máquina perfectamente engrasada. Al final de la cadena de montaje, hay grandes cajas de cartón que viajarán por todo Beirut para alimentar a las centenares de familias desplazadas de todo el territorio libanés por la ofensiva militar israelí.
Cuando uno de sus mejores amigos, que es uno de los cocineros jefes de Nation Station, le contó cómo habían evolucionado de un comedor social de barrio a una cocina humanitaria que participaba en la respuesta nacional a la crisis en horas, Samir ni lo dudó. «No me pienso quedar en casa sin hacer nada», defiende. Mientras su país sucumbe bajo las bombas israelíes, Samir quiere seguir sintiéndose útil. Durante el día, mantiene su trabajo en el Centro Médico de la Universidad Americana dando respuesta al trauma y la atención inicial al personal médico. Pero, después de que le obligaran a teletrabajar, decidió venir todas las tardes y los fines de semana a entregar sus manos a la cocina. «Sé que lo que están haciendo es por una buena causa, y no hay dudas sobre quién va a recibir toda esta comida», afirma Ballouz.
Algo parecido le pasó a Amir, el propietario de un pequeño restaurante que abrió hace apenas cinco meses. Su íntimo local se llama Aleb, que, en el dialecto libanés del árabe, significa corazón. Tanto antes como ahora, Amir, que prefiere no usar su nombre real –»lo importante no soy yo», defiende–, ha puesto todo su corazón en lo que ocurre en estas cuatro paredes de uno de los barrios más exclusivos de la capital libanesa. «Cambié completamente, al cien por cien», reconoce a este diario. «Cerré el negocio y lo transformé en un comedor social, que funciona siete días de la semana, de diez de la mañana a ocho de la tarde», explica una vez terminado el turno, después de haber producido un millar de comidas para distribuir entre los desplazados. «Con los voluntarios y amigos que vienen a ayudar, nos hemos convertido en una gran familia, así que ahora que ya hemos distribuido la cena y hemos finalizado los preparativos para mañana, descansamos y bebemos», explica, en un intento por recuperar el objetivo inicial de su amado proyecto.
«Hartos de la resiliencia»
A menudo al pueblo libanés se le reduce a su historial reciente y pasado de conflictos. Para su capital, hay un dicho general que dice que Beirut ha sido destruida siete veces en la historia. «Estamos hartos de hablar de resiliencia«, afirma Amir, recogiendo un eco de las nuevas generaciones. Pero, más allá de las guerras, explosiones y terremotos que a esta tierra de mar y montaña le ha tocado vivir, el pueblo libanés es, por encima de todo, solidario consigo mismo. Y la irrupción de decenas de iniciativas solidarias alrededor del país cuando Israel empezó a bombardearlo sin freno hace dos semanas y 1,2 millones de personas tuvieron que huir de sus hogares no hace otra cosa que probarlo. «Ya somos inmunes a esto: sabemos qué hacer en caso de emergencia, así que no nos sorprendió que tanta gente se ofreciera voluntaria para ayudar en Nation Station», afirma Jenny Tahebo, la gerente de operaciones del lugar.
«Eso es malo, pero no pasa nada», dice esta joven de 25 años que, hace cuatro se juntó con cinco amigos más para fundar Nation Station. A apenas un kilómetro de esa gasolinera abandonada, 2.750 toneladas de nitrato de amonio hicieron estallar el puerto de Beirut. La explosión mató a 220 personas, hirió a millares y, sobre todo, arrasó con miles de hogares de los vecinos a los que ellos empezaron a cuidar entonces. «Desde la explosión del puerto de 2020, distribuimos alrededor de 1.000 comidas por semana para las personas necesitadas del barrio, y también organizábamos proyecciones de película, festivales de música y clases de cocina como centro comunitario», apunta Tahebo. «Pero como la guerra ha empezado y la gente está desplazada, empezamos a distribuir alrededor de 3.000 comidas al día para las personas desplazadas, con 120 voluntarios trabajando siete días a la semana, 12 horas al día», afirma orgullosa.
Ni Nation Station ni Abel son una excepción. Más bien, al contrario, en el Líbano, son la norma. Ocurrió en 2020 y ocurre ahora. El Gobierno libanés está desaparecido. El país de los cedros ha entrado en su quinto año de una devastadora crisis económica y bancaria, que los expertos atribuyen en gran medida a la clase política gobernante. Además, hace más de dos años que el país está gobernado por un gabinete en funciones y aún no tiene un presidente. A su vez, las organizaciones internacionales se mantienen bastante al margen. Por lo tanto, son las iniciativas locales, los movimientos y asociaciones de bases e, incluso, las propias empresas y ciudadanía libanesas quienes llenan los vacíos. Desde el 23 de septiembre, todos ellos han intensificado sus esfuerzos a gran escala para proporcionar alimentos y refugio a sus compatriotas y a los extranjeros por igual.
Terapéutico
«Me siento muy afortunada de estar aquí y de ser parte de Nations Station; este es el momento en que la gente más nos necesita», reconoce Tahebo. Pero, aunque lo hacen por la población desplazada, también lo hacen por sí mismos. «Todo el mundo está intentando hacer lo posible por aportar algo en esta situación en la que nos encontramos, porque nos da un poco de consuelo quedarnos aquí todo el día, trabajando para quienes nos necesita en estos tiempos difíciles», añade la gerente de operaciones. «A veces la gente llega aquí y no conoce a nadie, y simplemente tiene esa urgencia de ayudar en lugar de quedarse en casa mirando las noticias y sintiendo que no pueden hacer nada al respecto, porque creo que esta sensación de impotencia, la incapacidad de hacer nada es lo que nos impulsa», coincide Samir.
Ya sea cocinando una comida caliente o distribuyendo paquetes con productos higiénicos, nadie en el Líbano se ha quedado de manos cruzadas estos días. Algunos se han organizado para elaborar listas con nombres y números de teléfono de personas que ofrecen alojamiento gratuito o a menor coste. Otros se han puesto a planificar campañas de donación de sangre mientras los hospitales luchan por tratar a los heridos o a recolectar donaciones de la vasta comunidad de la diáspora libanesa para financiar la ayuda local. «Todos para uno y uno para todos», lo resume Amir. «De momento, no nos enfrentamos a lo que estamos viviendo porque si te enfrentas, significa que estás aceptando lo que está sucediendo; por lo tanto, nunca puedes afrontarlo, solo vives el día a día», afirma tras otra agotadora jornada entregando todo su corazón.
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