Hace meses que intentamos aproximarnos y entender mejor qué pasa en Oriente Próximo. No es fácil y puede incluso dar cierta pereza, dado que la zona recibe mucha atención mediática desde hace décadas y provoca el cansancio y hartazgo de parte de la opinión pública. Esta semana el escenario se ha complicado aún más: Israel sigue abriendo nuevas zonas de combate en la región mientras caen misiles desde los países vecinos sobre su propio territorio. La escalada ya es un hecho contenido, por el momento. ¿Qué interés puede tener un país en crear más y más zonas de enfrentamiento militar sin un claro final fácil ni rápido? ¿Por qué Hamás, Hizbulá o Irán no parecen temer una guerra total con Israel?
El análisis teórico más clarificador es del israelí Naor, que argumenta que Israel vive en un trilema permanente de territorio histórico, identidad y democracia. Sólo puede tener dos de estos elementos, pero lucha por tener los tres. El control pleno del territorio histórico supone la ocupación final de Palestina de forma legal y reconocida internacionalmente. La identidad nacional de Estado para el pueblo judío implica no mantener en éste a la población árabe, drusa o bereber. Por último, ser un estado democrático y poder contentar así aquellos primeros anhelos sionistas que defendían la construcción de una sociedad justa, democrática y social supone alcanzar una situación de paz y seguridad para sus ciudadanos y para la existencia del Estado en sí mismo. La realidad es que estas tres premisas juntas son inalcanzables. Suponen o bien la expulsión de toda la población no judía o no israelí (¿hacia dónde? ¿a qué precio?), la inclusión de toda ella en un estado no-homogéneamente judío (perdiendo así el segundo elemento de identidad) o aceptar la creación de un estado palestino con el que convivir (renunciando así a parte del territorio reclamado).
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Más interés en la guerra
Por otro lado, las distintas facciones palestinas en la región también se enfrentan a paradojas y dilemas. Hamás no puede controlar todo el territorio palestino ni construir un pseudo estado en Gaza de forma estable. Tampoco puede normalizar la existencia de la ocupación israelí ni aceptar el control de las fronteras de Gaza por fuerzas no palestinas. Fatah (partido principal en la Autoridad Palestina, el gobierno y la administración pública palestina pactada con Israel) se debe a cierto grado de colaboración para poder seguir funcionando, pagando salarios de los miles de funcionarios palestinos que sobreviven de ello y manteniendo cierta dignidad y reconocimiento internacional. Hizbulá tampoco queda libre de contradicción: la pugna entre su razón de ser: la lucha como milicia armada por defender el derecho de los refugiados palestinos expulsados a partir de 1947 a volver a las tierras de sus antepasados, y su realidad como actor político y administración local y social en el sur de Líbano, donde gestiona el día a día de poblaciones, carreteras, hospitales y escuelas de refugiados palestinos. Todo ello requiere recursos que se generan con donaciones desde Irán y donantes chiíes pero es insostenible si no hay lucha armada que lo justifique.
Así pues, a primera vista y forma intencionadamente simplista, la guerra tiene más interés que la paz, en Oriente Próximo. Para acabar con ella se necesita algo muy difícil e improbable: o bien que las distintas sociedades, todas ellas cautivas de la narrativa bélica y de amenaza constante, exijan lo contrario a sus líderes, o bien que desde fuera lo hagamos. Ni la UE ni Estados Unidos ni China o Rusia estamos interesados, como hemos visto este último año. El sector armamentístico, tecnológico y energético mueven miles de millones de euros en estos países y los intereses pasan por delante de las vidas humanas. Oriente Próximo es la guerra interminable o prolongada de nuestra civilización, que va variando de intensidad física o bélica pero que no parece tener final. Cuánta, cuánta guerra…
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