Desgraciadamente un año no ha sido suficiente para silenciar las bombas. Todo esto empezó cuando cientos de jóvenes inocentes –incluidos niños y algunos no tan jóvenes– que bailaban en un festival fueron disparados y secuestrados en el sur de Israel. Los sorprendente es que la respuesta a aquel brutal acto terrorista lleva un año de revanchas sin que el Gobierno de Netanyahu, al que el ataque le salvó de una salida deshonrosa del poder, haya logrado acabar con Hamás, recuperar a los secuestrados y devolver la seguridad al país. Ninguno de estos objetivos se ha conseguido, pero en el camino han perdido la vida al menos 42.000 palestinos.
En la memoria de atrocidades de este año transcurrido ¿quién pedirá cuentas al Gobierno de Israel por haber matado a más niños inocentes que guerrilleros? Cuando la palabra genocidio –algo que el pueblo judío conoce bien–, se airea como respuesta a aquel ataque ¿cómo se llama el crimen por haber destrozado las viviendas y destruido a todas las familias de la Franja de Gaza? Hay dos cuestiones que un año después debemos recuperar ahora que el conflicto se extiende al Líbano, Yemen, Siria e Irán. Las dos cuestiones son antagónicas ¿Tiene derecho Israel a que nadie cuestione su Estado y su gente pueda vivir segura? La respuesta es sí ¿Puede hacerlo si considera que las vidas a al otro lado de sus fronteras, no tienen esos mismos derechos? La respuesta es no.
Los ataques de Israel no responden a los parámetros por los que defiende una democracia libre y segura, sencillamente porque la democracia nace de la convicción de que todos los seres humanos somos iguales y no se le puede negar al otro lo que reclamas para ti. Un año después, la única certidumbre es que la guerra se ha extendido a toda la región sin límites ni barreras. La amenaza de un conflicto global está más cerca y el final de la guerra más lejos. También la seguridad para Israel que está condenando a su gente a vivir en vez de en un hogar en un fortín, permanentemente amenazado y que solo podrá ser mantenido con armas.
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