Conocí a Donald Trump en Nueva York, en marzo de 2008, cuando la gran recesión ya empezaba a asomar por el espejo retrovisor tras la quiebra de dos fondos de hipotecas de alto riesgo de Bear Stearns. El magnate inmobiliario había citado a un reducido grupo de periodistas en el rascacielos de la Quinta Avenida que lleva su nombre. Nos explicó que ultimaba su entrada en España, con la apertura de un hotel de gran lujo en Madrid o Barcelona. Dijo estar en conversaciones con grandes constructoras e inmobiliarias del país y calificó a España como uno de los mercados más interesantes de Europa. «Hay grandes oportunidades en residencial y comercial», nos confesó, pese a las restricciones de acceso al crédito bancario motivadas por la crisis subprime que para él era un fenómeno «pasajero». Trump ya tonteaba con la política en ese momento y nos dijo que George W.Bush -el inquilino de la Casa Blanca- era el peor presidente de la historia de Estados Unidos. Después nos dejó con su hijo, Donald Trump Jr, con el que pasamos casi 24 horas y acabamos cenando en Buddakan, entonces uno de los asiáticos de moda de Manhattan.
El encuentro, poco frecuente en la era subprime, despertó la atención de unos medios de comunicación habituados a interesarse tanto por las cosas que hacía Trump como por las que decía que haría en el futuro. Pero el plan nunca se cumplió por el agravamiento de la crisis subprime y por las propias dificultades del magnate. Casi dos décadas después, la huella de Trump en España es inexistente. El caso constituye un ejemplo cristalino de la distancia kilométrica que existe entre lo que dice y lo que hace después el republicano, que, además, falta a la verdad y tiene un discurso en público y otro en privado, en ambos casos errático, irreverente, grosero y repleto de contradicciones. Trump, que tiene algo de magnético -le quieren mucho y le odian mucho-, no superaría ni un polígrafo ni una visita a la hemeroteca, como tampoco una relectura de sus primeras memorias.
Inmigrantes indocumentados
Basta con una sola muestra para comprobarlo. Esta campaña el expresidente de Estados Unidos se ha llenado la boca de promesas incendiarias, como la de realizar la mayor deportación de inmigrantes ilegales de toda la historia de EEUU.
Esta acción seguro que indignaría a Ronald Reagan, el gran referente del partido republicano moderno, con quien Trump intentó trabajar en su Administración, sin éxito. Reagan, que acaba de protagonizar un biopic con Dennis Quaid representándolo, realizó una de las mayores legalizaciones de inmigrantes y tendría serios problemas para reconocer al partido que ahora controla Trump. Éste mantiene su cruzada antiinmigración, pero se olvida que él mismo recurrió a obreros polacos indocumentados para construir el rascacielos de la Quinta Avenida donde le conocí, como explica Maggie Haberman en su libro ‘El camaleón: La invención de Donald Trump’.
La falta de credibilidad del antiguo inquilino de la Casa Blanca no importa a la mitad de los estadounidenses, ni siquiera a los más críticos con sus formas retrógradas, sus insultos y su retórica vulgar -capaz de hacer reír o de herir-, que es impropia de un presidente de EEUU. Tampoco les incomoda que haya jugado peligrosamente con los límites de la democracia y los derechos civiles -como en el asalto al Capitolio-, que haya sido declarado culpable de 34 delitos por ocultar el soborno a una actriz porno o que haya sido poco transparente con su declaración de la renta y sus bajos impuestos. No tienen miedo al poder casi absoluto que puede acumular si se hace con la Casa Blanca, recupera el Senado y mantiene el control de la Cámara de Representantes, con el respaldo de un Tribunal Supremo que ha disparado la inmunidad presidencial.
Creen que, si es necesario, alguien hará de contrapeso a este político que tiene un instinto de supervivencia nato, que quiere recuperar la supremacía de su país y que es el ejemplo de sueño americano y del éxito aspiracional para colectivos clave en estas elecciones, como los blancos conservadores con empleos industriales, los negros o los latinos. También, para los menos formados y para los olvidados de los suburbios de las grandes ciudades y de las zonas rurales a los que él presta atención. Todos estos grupos forman una coalición que comparte su agenda económica y social conservadora y que cada vez le apoya más.
Harris
Habrá que ver qué piensa la otra mitad del país, que se pronunciará este martes en una noche electoral muy reñida en la que se enfrentará a la demócrata Kamala Harris. Ella intenta ser la primera mujer que llega a la presidencia del país, algo que ya intentó sin éxito su compañera de partido, Hillary Clinton. Esta falló en la movilización del que parecía su electorado más fiel, las mujeres. A ver qué sucede ahora con Harris. Todo apunta a que fácil no lo va a tener, si se cumplen las encuestas que en las últimas elecciones han infrarrepresentado al candidato que más estresaría al polígrafo y que nunca se instaló en España.
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