Cualquiera que siga la campaña de Estados Unidos por los medios de referencia de las principales capitales de la UE pensará que toda Europa respirará aliviada si Kamala Harris alcanza la Casa Blanca. Sobre todo teniendo en cuenta que Alemania ya no tiene una líder como Angela Merkel, capaz de neutralizar a Donald Trump, como la mostraba una emblemática foto de una cumbre del G7, en pie y confrontada al entonces presidente. A la potencia europea la dirige ahora un canciller debilitado y al frente de una coalición agónica, Olaf Scholz.
¿Toda Europa quiere a Harris o esa unanimidad es ficticia? Hay un trumpismo creciente, que se mueve preferentemente entre los radicalismos derechistas. Ganan posiciones en las urnas, están liderando o formando parte de gobiernos y, como Trump, no basan sus éxitos en la discreción, sino en la estridencia.
El más consolidado trumpista entre los líderes europeos es el húngaro Víktor Orbán, en el poder ya cuando Trump fue elegido para su primer mandato. Ha anunciado sin rodeos que descorchará varias botellas de champán si regresa a la Casa Blanca. A Orbán le ha tratado de autócrata y corrupto desde la Eurocámara la presidenta de la Comisión Europea (CE), Ursula von der Leyen. Pero si algo no está es políticamente aislado, en su posición de amigo declarado del candidato republicano.
La presidencia rotatoria como escaparate
El ultranacionalista Orbán tiene una excelente pantalla. Su país ejerce la presidencia de turno del Consejo Europeo y está arropado por otros líderes tanto o más trumpistas. El Gobierno de Países Bajos está encabezado por el Partido de la Libertad (PVV) del ultraderechista Geert Wilders, el llamado «Trump neerlandés» por afinidad política y hasta similitud física, debido a su tupé leonado. Wilders no ocupa el puesto de primer ministro, pero maneja desde fuera al Ejecutivo. En Austria se impuso hace unas semanas como fuerza más votada otra ultraderecha, el FPÖ de Herbert Kickl. En Eslovaquia gobierna el populismo prorruso dicho de izquierdas de Robert Fico, que comparte con Orbán, Wilders y Kickl su rechazo al apoyo a Kiev. Otras ultraderechas que forman parte o apoyan a sus gobiernos, como en Finlandia y Suecia, respaldan en cambio a Ucrania, de acuerdo al consenso reinante en el báltico contra Moscú.
El tablero político de la Unión Europea y de la Eurocámara tiene poco que ver con que el dejó Merkel. Desde el Partido Popular Europeo (PPE) del alemán Manfred Weber, en el que está integrado la Unión Cristianodemócrata (CDU) de Von der Leyen, se están respaldando postulados de la ultraderecha. Los Patriotas por Europa, el grupo de la Eurocámara del que forman parte Orbán, Kickl y la Agrupación Nacional de la francesa Marine Le Pen apoyan asimismo mociones impulsadas por la derecha más radical y teóricamente aislada, como Alternativa para Alemania (AfD).
El champán en la nevera
«Make Europe great again» («Hagamos Europa grande otra vez»), fue el lema elegido por Orbán para el semestre de presidencia húngara, a modo de guiño al que llevó a Trump hasta la Casa Blanca. Nadie pone en duda que descorchará el champán si gana Trump, al que visitó en su residencia durante la última cumbre de la OTAN en Washington.
Un regreso de Trump sería un zarpazo a la ya poco unitaria política exterior de la UE y al apoyo aliado a Ucrania, lo que en definitiva sería un regalo para Vladímir Putin, el otro gran amigo al que Orbán ha visitado durante su ambigua presidencia europea; un puesto que, en rigor, no implica una represención a escala comunitaria.
La UE nunca ha logrado unificar su politica exterior, como se ha demostrado tanto con la invasión de Ucrania como en la guerra de Gaza. Los 27 defienden intereses demasiado divergentes. Pero Orbán tal vez tendrá ocasión de descorchar ante sus socios de la UE la anunciada botella de champán la próxima semana, si las urnas dan la victoria a Trump. Podría ser el 7 de noviembre si ya hay resultados, dos días después de las elecciones, con el líder húngaro como anfitrión del Consejo Europeo convocado en Budapest.