El lunes, en las escaleras del Museo de Arte de Filadelfia esculpidas en la cultura popular gracias a ‘Rocky’, Kamala Harris rendía «tributo a los que no son favoritos y escalan a la victoria». 24 horas después, la imagen cobraba un sentido totalmente diferente del que había buscado la candidata demócrata.
En uno de los regresos políticos más insólitos y extraordinarios de la historia, Donald Trump sellaba en las elecciones presidenciales de Estados Unidos una victoria arrolladora que le devuelve a la Casa Blanca con una fuerza indiscutible y un poder inédito. Era él quien podía presentarse en su discurso en la madrugada del miércoles como el hombre de roca, el luchador golpeado pero inquebrantable capaz de salir triunfal.
Durante mucho tiempo se estudiará y analizará cómo se ha producido la más improbable de las resurrecciones políticas, otro terremoto político que confirma el movimiento de placas tectónicas en la ciudadanía de EEUU y que vuelve a tener a Trump en su epicentro. Pero ya pueden identificarse algunas de las claves. Todo ha funcionado para él; en el caso de Harris, prácticamente nada lo ha hecho.
Si algo ha sido Trump es fiel a sí mismo y a los instintos que, ya desde que irrumpió en 2015 en la política, lo han confirmado como una bestia política. Entonces supo leer el descontento de una parte clave de la sociedad estadounidense, el trabajador blanco que se sentía abandonado, para construir la base de un movimiento que en ocho años no ha hecho más que expandir.
Explotó toda la maestría en comunicación e imagen labrada en la televisión realidad y en su emporio de cimientos dudosos pero baño de oro para apuntalar la imagen de empresario de éxito y como el ‘outsider’ que supuestamente podría limpiar todo lo que estaba mal en Washington. Alcanzó el poder, del que tiene sed insaciable. Y nunca lo soltó.
La negativa a aceptar la derrota en 2020 y el asalto al Capitolio parecieron brevemente ser su punto final pero no tardó en resituarse y demostrar que lo que otros indudablemente les habría hundido él podía reconvertirlo en uno de sus puntos fuertes. Las imputaciones alimentaron su sed de venganza y supo explotarlas para reforzar su imagen de víctima perseguida entre sus seguidores. Y cuando en julio salvó la vida por unos milímetros en el intento de asesinato en Butler, su reacción de llamar inmediatamente a «luchar, luchar, luchar» con el puño en alto y el rostro ensangrentado por una herida en la oreja elevó su estatus icónico y la imagen entre sus seguidores de ser un protegido de Dios.
Trump a menudo es y puede parecer un agente del caos pero en su tercer asalto a la Casa Blanca ha habido mucho de organización y disciplina. Al frente de su campaña han estado Susie Wiles, la única jefa de esa operación política en sus tres carreras que ha sobrevivido todo el proceso, y Chris LaCivita. Aunque siempre mantiene su apuesta por su instinto y a veces desoye consejos de estrategas, Wiles y LaCivita han sido capaces de convencerle de tomar decisiones como moderar públicamente su mensaje sobre el aborto.
Trump se ha apoyado también en su control y dominio absoluto del Partido Republicano. La lealtad y hasta la pleitesía se han hecho medidas de supervivencia en una formación en cuyo principal órgano, el Comité Nacional Republicano, Trump instaló a la jefatura, incluyendo su nuera Lara, poniéndolo a su servicio.
Trump ha contado además con aliados fundamentales sin los que el triunfo casi con toda certeza no habría culminado. Pocos son más destacados que el del hombre más rico del mundo y dueño de X, Elon Musk. Pero en esa red clave entran también el ecosistema mediático y digital ultraconservador y, en un papel destacado, también Fox News.
Junto a la explotación como víctima Trump decidió desde el primer momento retomar su mensaje apocalíptico de una nación en declive. En una nación de marcada desigualdad y descontento generalizado por los altos precios logró crear la imagen de una debacle económica bajo la presidencia demócrata que los datos no apoyan y alimentó con éxito la nostalgia por los días de bonanza antes de la pandemia.
Decidió, no obstante, poner su principal foco, como en 2016, en la inmigración y la frontera como raíz de todos los males. Desde fuera provocaban alerta el tono cada vez más oscuro y la rampante xenofobia, igual que los insultos generalizados y, sobre todo, misóginos y racistas hacia Harris. También lo que parecían desvaríos y recorridos por meandros incomprensibles en discursos eternos y difíciles de seguir. Pero es una forma de comunicación con sus votantes, como la propagación de bulos y teorías de la conspiración o las críticas al sistema y las instituciones, que tiene estudiada con éxito.
Parte vital de su triunfo ha sido también la proyección con palabras y gestos de la imagen de hombre fuerte, el macho. Y una de las grandes metas que ha perseguido y alcanzado, es atraer con ese discurso de masculinidad exacerbada y a muchas luces tóxica a muchos hombres jóvenes, sobre todo blancos, cuyo voto ha cortejado estratégicamente en plataformas como populares ‘podcast’.
El movimiento de los hombres jóvenes hacia Trump, una de las mayores muestras de una creciente brecha de género, es solo uno de los muchos que explican la victoria de Trump. En el discurso de madrugada el miércoles presumía de haber conseguido un «realineamiento histórico» en un argumento en que es difícil llevarle la contraria.
Trump ha avanzado de forma especialmente significativa entre los votantes latinos y, dentro de ese grupo de población, también entre los hombres. También ha logrado avances entre hombres negros y, en unas elecciones donde Harris ha sido castigada por la política de la Casa Blanca de apoyo a Israel en la guerra de Gaza y el Líbano, de votantes árabes y musulmanes.
Su logro no queda ahí. Ha incrementado los apoyos que ya tenía entre los trabajadores, tanto afiliados a sindicatos como no, acentuando también la brecha que se ha abierto según niveles de educación. Ha disparado su fortaleza entre los votantes rurales. Y ha empezado a recuperar terreno entre las mujeres de suburbio que en 2020 giraron hacia Biden.
Los logros de Trump se construyen, como no podía ser de otra manera, sobre los fracasos de Harris, una candidata demócrata que, pese a resucitar una carrera que agonizaba cuando Joe Biden era el candidato y orquestar una campaña de posibilidades en tiempo récord, no ha conseguido convencer a la mayoría de votantes ni de que ella representara «un camino adelante» o una ruptura con un presidente impopular ni de que Trump fuera la amenaza para la democracia de la que se advierte.
Una apuesta fue poner en el centro de la campaña el aborto y los derechos reproductivos pero los resultados muestran que las medidas para protegerlos han tenido mucho más apoyo que la propia Harris.
La desconexión entre la realidad de una recuperación económica y el sentir ciudadano sobre la golpeada economía de bolsillo ha sido insuperable para ella, como lo ha sido lo que se tilda como «amnesia» del caos y el reto democrático que ha presentado ya en el pasado Trump.
Harris y las mujeres han vuelto a quedar, como pasó con Hillary Clinton, incapaces de romper el techo de cristal. Pero el replanteamiento que debe enfrentar ahora el Partido Demócrata va más allá, mucho más allá, del fracaso de su candidata.
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