En árabe, hanin significa nostalgia. Ahora que las bombas han dejado de caer en masa sobre el Líbano, muchos, sino todos, se aferran a ese sentimiento. Mientras las decoraciones navideñas salpican las calles, buscando una alegría compartida, surge la nostalgia por las vidas que esta guerra ha arrasado, y por las muchas que ha apagado cuando empezaban a brillar. Hanin lleva en su nombre ese anhelo. También se vislumbra en sus grandes ojos que se presentan insultantemente jóvenes en medio de un rostro arrasado por las llamas. «Era una madre cariñosa en mi bonita vida», rememora esta libanesa de 31 años, oriunda de Chmistar, en el valle de la Becá, al este del país. Desde la unidad de quemados del hospital Geitawi de Beirut, recuerda cómo la felicidad del cansancio que provoca la irrupción de la nueva vida sólo le duró cinco meses.
Hace 40 días, Hanin vio a su primer y único hijo morir abrasado. Después se sumió en un sueño profundo. Esta madre primeriza se encontraba en su hogar cuando un ataque israelí irrumpió en su vecindario. «El avión no alcanzó nuestro edificio, pero estábamos en casa cuando la estufa de gas explotó y todo prendió», explica a este diario con sus piernas vendadas hasta la ingle. «Mi bebé de cinco meses murió el mismo día que nos quemamos y mi madre falleció hace apenas una semana, pero, gracias a Dios, yo estoy mucho mejor, aunque necesitaré un poco más de tiempo y estaré bien», reconoce con una sonrisa que delata la belleza en su rostro quemado. La enfermera que la ha acompañado todos estos días, Caren, aún se maravilla al verla hablar, moverse: Hanin pasó sus primeros 40 días en el hospital en coma.
En el corazón del infierno
Ahora ya consciente, sigue en la misma cama en la unidad de cuidados intensivos del centro de quemados del hospital Geitawi de Beirut. Al menos 75 kilómetros separan la pequeña aldea de Hanin de la capital libanesa. En todo el país sólo hay un hospital donde se puede tratar a personas con quemaduras graves. Durante los dos últimos meses, en que los bombardeos israelíes han matado a 3.300 personas y heridos a miles más, los enfermeros y doctores de este centro universitario han visto pasar por esas nueve habitaciones que se ampliaron hasta 25 a los peores casos de todo el país. «Para ellos esta guerra no ha terminado«, reconoce Tony Zeaiter, enfermero supervisor de la unidad de quemados, a EL PERIÓDICO. Muchos han sufrido quemaduras de tercer y cuarto grado, con hasta el 95% de su superficie corporal abrasada. Han estado en el corazón del infierno.
De allí es muy difícil volver. Los que lo logran, a menudo, no tienen dónde retornar. «El mayor problema ahora mismo tras la hospitalización es que, por mucho que les curemos y les demos tratamiento, no tienen una casa donde volver«, explica Zeaiter. «Muchos nos preguntan si pueden quedarse aquí en el hospital», relata entre pitidos estables que confirman que los pocos pacientes que quedan –11 de momento– siguen con vida. «Por mucho que les ofrezcamos atención psicológica y hablen con un psiquiatra de forma regular, no podemos hacer nada para darles una casa», confiesa, abatido. Al entrar a la unidad, saluda con alegría a un niño de tres años que ha perdido una pierna y tiene los dos brazos quemados. El pequeño le responde con una sonrisa enorme. «Por supuesto que estamos tristes por dentro, pero sonreímos delante de ellos porque es nuestro trabajo», añade este padre de tres hijas.
El 25% son niños
«El 25% de los pacientes que hemos recibido son niños», explica el doctor Naji Abirashid, director médico del hospital Geitawi. «Es un número muy elevado para este tipo de heridas», dice a este diario. A lo largo de estos dos meses, la mayoría de los pacientes muy críticos que han recibido tenían más del 60% del cuerpo abrasado con quemaduras «muy, muy graves». «Desafortunadamente, tienen un pronóstico difícil que implica un tratamiento intenso de entre cuatro a seis semanas», reconoce. Creada en 1992 tras el final de la guerra civil libanesa, son la única unidad especializada para tratar a las víctimas de quemaduras. Durante la explosión del puerto de Beirut en agosto de 2020, el hospital quedó completamente destrozado.
Pese a su esencialidad, la unidad depende de donaciones que, en plena crisis económica, suelen proceder del extranjero y en concreto de organizaciones cristianas europeas. Un día de tratamiento para quemaduras graves en el hospital Geitawi cuesta de media 750 dólares. El Gobierno libanés reembolsa la mitad de los costes, aunque suele hacerlo tarde. La otra mitad está a cargo de la bondad de otros. «De alguna manera, estos tratamientos son una carga para la institución y para todo el sistema de salud del Líbano, porque también tenemos nuestros propios pacientes, y porque consume la energía de los cuidadores, los médicos, las enfermeras y todo el personal que se ocupa de estos pacientes», señala el doctor Abirashed.
«Sólo podemos soñar con el fin»
A Caren el Ouainaty, enfermera de 24 años, no le ha quedado más remedio que acostumbrarse. «A los ruidos, a las fotos, a verlos sufrir…», explica a este diario. «Han sido dos meses durísimos para nosotros con casos muy graves», añade esta joven que lleva tres años trabajando en el hospital. «No nos dedicamos sólo a cambiar el vendaje cada 48 horas y darles medicamentos, sino que intentamos sonreír, bromear con los pacientes, hablar y compartir fotografías», dice. Al entrar en la habitación de Hanin, se palpa la complicidad de haber sido prácticamente su única compañía en las últimas semanas. «Mi marido trabaja y viene a visitarme cuando puede», reconoce esta madre sin hijo.
Hanin ha vuelto del infierno, pero su paso por él quedará imprimido en su piel para siempre. «Nunca me imaginé que estar en mi propia casa me pondría en riesgo; al contrario, yo di a luz a mi hijo para que fuéramos felices y pudiéramos vivir y tener una buena vida, nunca esperé que muriéramos», dice Hanin entre lágrimas. «Al contrario, quería que él tuviera una buena vida, y mamá también, porque estaba muy apegada a ella, pero esta es una realidad de la que no podemos escapar», reconoce. Hanin tiene pensado retornar a su pueblo en cuanto le den el alta y alquilar una casa mientras reconstruyen la que Israel hizo arder. «Espero que toda esta violencia alguna vez se detenga, pero sólo podemos soñar con ello, porque cada pocos años retorna: ¿quién me asegura que si tengo otro bebé no nos ocurra lo mismo y lo vuelva a perder?», pregunta sin esperar respuesta.