Hace días que Moqtad no puede dormir por la noche. Antes sí, dice, antes de que cayese el Gobierno del expresidente sirio Bashar el Asad este hombre conciliaba el sueño perfectamente. «Confiamos en Hayat Tahrir al Sham (HTS, por sus siglas en ingles, el grupo rebelde que controla ahora el país), y les damos la bienvenida, pero al pueblo está viniendo gente encapuchada que asegura ser de HTS que nos está haciendo cosas terroríficas. Nos roban, nos atacan. Les pedimos por favor que gobiernen, que aseguren la zona. Que echen a los saboteadores y atacantes», continúa Moqtad, un joven del pueblo de Qardahah, en la región costera siria de Latakia.
Qardahah es un sitio extraño. Por el pueblo, situado en una ladera que da, unos kilómetros más allá, al Mediterráneo, pululan niños y gallinas entre basura y escombros de las casas de los alrededores. Aquí nunca ha habido combates durante los 13 años de guerra civil siria: la destrucción se debe a la pobreza extrema del pueblo.
Nadie lo diría: Qardahah es la aldea de origen de la familia Asad. En Qardahah nació Asad padre, Hafez, que gobernó Siria desde 1971 hasta su muerte, en 2000. De allí —aunque nació en Damasco— salió el hijo, Bashar, ungido en 2000 como heredero —en un principio no deseado— y depuesto hace justo una semana tras la victoria militar de HTS y las demás milicias rebeldes en la guerra siria.
«Durante los últimos días, varios grupos de hombres armados y encapuchados han estado viniendo al pueblo entrando en casas y tiendas y robándonos. Ayer mismo, entraron en una casa. Intentamos resistirnos, llamamos a HTS y cuando HTS vino hubo un tiroteo entre esos hombres, nosotros, y los miembros de HTS», explica Brahim Isa, miembro del consejo municipal de Qardahah, que se queja de que los vecinos, solos, son incapaces de garantizar la seguridad de la zona.
Toda la región está poblada por la minoría alauí siria —a la que también pertenecían los Asad—. El alauismo, una rama del islam chií, tiene unas prácticas y ritos mucho más permisivos que el islam suní mayoritario en Siria. En esta región —cuya capital es Latakia—, es mucho más común, por ejemplo, ver mujeres ejerciendo sus profesiones y andando sin velo por la calle.
«Cuando llegaron, los de HTS fueron muy elegantes. Nos trataron muy bien, y nos dijeron que nos ayudarán. Pero no es suficiente. […] Nos sentimos muy inseguros, y tenemos miedo. Miedo a lo que pueda venir después. No queremos ir de un baño de sangre, a otro baño de sangre. No sabemos si los que nos atacan son rebeldes que lo hacen porque somos alauís, o si son ladrones y grupos que han hecho de su trabajo matar y robar durante la guerra, y lo siguen haciendo a pesar de que el conflicto se haya terminado», continúa Brahim.
Un final apresurado
Es temprano por la mañana, y una joven espera el minibús en las afueras de Latakia, la gran ciudad de la región. A su derecha, otros pasajeros hacen cola para montarse. A la izquierda, quien espera es otro: un tanque enorme abandonado con lo puesto y lleno, hasta arriba, de cabezas de misiles y municiones.
No es el único del lugar: por los alrededores de Latakia todo son blindados y camiones del antiguo Ejército sirio, abandonados. Pero hay, sobre todo, uniformes por todos lados: tirados en medio de la carretera y en la calzada, mal colgados (por las prisas, que el tiempo apremiaba) en los guardabarros y la maleza del lugar. Son de soldados regulares sirios que, ante la caída del régimen, abandonaron sus puestos y su equipo para esconderse entre la población civil. En la ciudad, incluso, circulan rumores de que en las montañas de la zona exsoldados y exmandos de Asad, armados, se han organizado y se esconden de los nuevos amos de Siria.
«La situación de seguridad dentro de la ciudad es buena. No hemos tenido ningún problema. Pero desearíamos que las cosas que han pasado durante el régimen anterior no se repitan ahora», pide Munifa, una alauí de Latakia, que continúa: «Tenemos miedo de que hagan leyes para obligarnos a llevar el hiyab, que nos impongan un estilo de vida concreto. Yo soy ingeniera mecánica, y no quiero que me interrumpan mi vida. Y, a parte, tenemos miedo a que intenten vengarse, por supuesto», dice la mujer, con su hijo al lado.
«Mi hijo mayor está en el Ejército. ¿Fue allí por quererlo? ¿O porque se le forzó? Mi otro hijo —dice Munifa, y señala a su lado— tiene un problema de salud, lo que le exime de tener que ir al Ejército. Hace unos meses fui a la comandancia a recoger el permiso, y para conseguirlo me obligaron a darles algo de oro. Todos hemos sufrido. Todos. Como ciudadanos alauís, nuestra única demanda a los rebeldes es que no nos hagan pagar por las injusticias cometidas por Asad y sus grupos«.
«Lo que ha pasado ya ha pasado», grita a través de los altavoces el líder de un grupo de milicianos de HTS, subido a una plataforma que antes servía de base para una estatua de Hafez al Asad, el padre de Bashar. «Somos uno. Que Dios de la bienvenida a todos los muertos, da igual en qué lado luchasen», continúa. Un pequeño grupo de jóvenes celebra ante los guerrilleros, ahora convertidos en los amos de Siria. La mayoría de transeúntes sigue a lo suyo.
Unos kilómetros al sur de Latakia, un caza ruso desciende a la pista de aterrizaje. En esa zona se encuentra la base rusa de Hmeimim, lugar por el que Asad huyó el fin de semana pasado en dirección a Rusia. Moscú, desde hace varios días, ha estado vaciando el lugar, según imágenes de satélite tomadas de la base durante los últimos días. Rusia también mantiene, eso sí, su base naval del Tartús, también en la costa mediterránea siria.
«Nyet», contesta el soldado ruso de la entrada de la base de Hmeimim ante todo lo que se le pregunta. Antes, él ha hecho su pregunta: y tú quien eres. No ha abierto más la boca.
«Adiós, presidente»
Es mediodía, y el sol se cuela entre lo que antes eran los ventanales del lugar, una construcción de mármol y piedra impolutas dentro del pueblo deprimido de Qardahah. El interior es oscuro, y varios milicianos se acercan al centro del recinto: allí, en medio del monumento, una piedra gris marca la tumba de Hafez. A su lado, en las esquinas, otras dos lápidas en el suelo acompañan al primero de los Asad: Anisa, la mujer; y Basel, el hijo mayor, el que tenía que ser el heredero pero murió en un accidente de coche —un deportivo caro, por supuesto— en 1994. Bashar está en Moscú.
Los milicianos están felices. La tumba de Hafez ha sido completamente desacralizada y quemada, y cualquier miliciano que se precie, estos días, viene a este punto a vaciar su vejiga, insultar y pisar el mausoleo del padre del expresidente sirio.
«Ahora estás debajo de nuestros pies. Por nuestros mártires, por nuestros muertos, por nuestros huérfanos… Pisamos tu lápida, Hafez. Lo prometimos, y hemos mantenido nuestra palabra», reza una pintada. Los milicianos sonríen y, AK-47 arriba, sonríen mientras se sacan fotos con sus teléfonos.
Uno de ellos, el mayor, levanta su fusil con el único brazo que le queda: «Perdí el brazo en un ataque aéreo, en 2013. Pero desde entonces he continuado el camino de la revolución con un solo brazo. No me hacía falta más. Ahora puedo venir a aquí a saborear la victoria».
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