A Donald Trump se le fue la mano con el salero. Vertió tanta sal sobre las patatas fritas del McDonald’s que luego tuvo que echar un pellizco sobre su hombro izquierdo, hacia atrás, porque dicen que así se ciega al demonio. Lo malo, ay, es que Trump tiene vendida su alma al mismísimo diablo. El manual del buen supersticioso asegura también que ese gesto, la sal a la espalda, contrarresta la mala suerte, de manera que podría hacerse un chiste macabro al respecto si no fuera porque ha muerto una persona tras el brote de E.coli detectado en varios establecimientos de la cadena de comida rápida en EEUU. Aún no está claro si la bacteria se escondía en las rodajas de cebolla o en los pepinillos que sazonan la hamburguesa estrella de la casa. Una fatalidad. Pero la compañía se ha movido rápido tanto para atajar el contagio y el desplome de las acciones en bolsa, como para desmarcarse del candidato republicano, aclarando que la firma no apoya explícitamente a nadie: «No somos rojos ni azules; somos dorados». Igual que los aros de cebolla. Igual que el anagrama de la marca: una eme trazada con dos arcos áureos.
Pocas cosas hay más norteamericanas que un McDonald’s. Así que Trump recaló el domingo por la tarde en un local de Pensilvania, se colocó un delantal y aparentó trabajar durante un rato como un currinche más. Intentó usar la freidora y despachó los pedidos a la clientela ‘escaneada’ que acercaba el coche a la ventanilla del autoservicio mientras la Fox filmaba el ‘show’. Todo orquestado. Luego llegaron los memes y el cachondeo. Que si ha vuelto el payaso de la hamburguesería. Que si Donald McDonald’s. Que si la firma debería acuñar un nuevo lema: «Make McDonald’s Great Again: que vuelva el ‘mac menú’ a un dólar».
El gag mataba tres pájaros de un tiro: centrar el foco mediático; desprestigiar a Kamala Harris negando sin pruebas que hubiese trabajado de estudiante en un local de la cadena; y lanzar el mensaje de que yo, Trump, soy como vosotros, un tipo de a pie. Quia; dudo que haya agarrado una sartén literal por el mango en su vida. La compañía presume de que uno de cada ocho norteamericanos ha trabajado alguna vez en una cadena de la franquicia (buena parte negros e hispanos).
Pero el camino de la impostura está plagado de peligros o dificultades: uno de los periodistas que se habían congregado frente al establecimiento le siguió el juego preguntándole si le pagaban lo suficiente. «No me alcanza», bromeó el expresidente convicto. Pero cuando el reportero le inquirió si pensaba hacer algo respecto al salario mínimo (ahora está en 7,25 dólares la hora), el candidato dribló la cuestión y se fue silbando bajito, en plan Cameron.
Lo de siempre. La apelación a las clases medias, que sostienen toda democracia, para luego incumplir promesas. Por no hablar de la catarata de improperios que viene lanzando sobre la candidata demócrata. De ambas cosas, del teatro político y del insulto como arma arrojadiza, también sabemos un rato largo en casa. Es la antipolítica que cada día nos comemos con patatas. Fritas.
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