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Ismaq sabe, porque así lo muestra con sus movimientos, que ahora, se pare donde se pare, va a ser una pequeña estrella. Y el joven, barba y bigote aún incipiente, lo saborea. Sus compañeros —con la barba aún menos desarrollada— se postran a su lado, mirando a los alrededores de la plaza.
Ante ellos, cientos de personas, vendedores de comida callejera e, imponente, la ciudadela antigua de Alepo, la segunda ciudad siria. Ismaq, decíamos, lo sabe, y aparca su motocicleta justo en la entrada, Kalashnikov al hombro. Banderas de la Siria rebelde hondean por todos lados.
«La lucha fue difícil, pero Dios nos ayudó a derrotar al enemigo», dice Ismaq, miembro de una de las facciones que componen las milicias rebeldes sirias. Ismaq, de los milicianos aquí presentes, es el único que luchó en la ofensiva que, en tan solo 12 días terminó con el régimen de Bashar el Asad.
«Me pilló por sorpresa, la verdad. Ninguno esperábamos esto. Yo me di cuenta de que esto iba en serio cuando llegamos a Alepo y vimos que los enemigos huían sin apenas luchar. Fue cuando tomamos Hama comprendí que íbamos a ganar la guerra», dice Ismaq, orgulloso, y el Kalashnikov bien cerca, encima de su motocicleta en el puro centro de Alepo.
Dos semanas después de su toma —o liberación, como lo llaman ahora los rebeldes y la gran mayoría de los habitantes de la ciudad—, Alepo sigue tan bulliciosa como en el pasado. Sus calles, ahora, ya no son controladas por los policías de Asad, sino por milicianos rebeldes reconvertidos a agentes de tráfico.
A algunos, ante tanto bullicio, se les ve algo perdidos: muchos de ellos provienen de la región rural rebelde de Idleb. Alepo y su centro son puro caos.
«¡Oh, oh! ¡No tienen ni punto de comparación! ¡Nada de nada! Antes, los agentes de tráfico eran los primeros corruptores», dice Rafa, una habitante de la ciudad. «Era conocido por todo el mundo. Para evitar cualquier multa, pasar cualquier control, uno tenía que estar constantemente pagando sobornos. Antes era siempre así. Ahora… ¡Oh, ahora!», dice la señora, y levanta las manos al cielo en señal de placer divino.
Rafa se lo está pasando en grande: «Ahora es un gusto. ¡Un gusto! ¡Es perfecto! Los nuevos agentes guían el tráfico y no nos intentan robar. ¡Increíble!».
Marcas del pasado
No todo, sin embargo, es felicidad en la nueva Alepo. La ciudad, en este inicio de invierno, vive bajo una nube de contaminación y polvo causada por la contaminación de todos los generadores luchando para iluminar sus calles y viviendas. La segunda capital siria apenas goza de dos horas de luz al día.
Pero siempre ha sido así, explican sus habitantes, y que fue mucho peor hace ya casi una década. Alepo vivió uno de los peores episodios de la guerra civil siria, y ha convivido los últimos ocho años con cicatrices, aquí y allá, del sitio de la ciudad por parte de Asad y la aviación rusa. Ambos, entre 2012 y 2016 —cuando terminó el sitio—, mataron cerca de 20.000 civiles según las estimaciones.
Ahora, los antiguos barrios sitiados de la ciudad —situados en el suroeste de Alepo— son un conglomerado de postes de electricidad sin cables ni conexión, edificios derribados o a medio derribar, garajes y tiendas cerradas con la bandera anticuada; aunque algunas están, verde mal grafiteado sobre rojo, en proceso de actualización.
Algunos bloques están marcados: “No hay minas”, “Sí, minas”, rezan unas pintadas en ruso: restos de la conquista total de Alepo por parte de Asad y Rusia hace ya ocho años.
“Nos lo destruyeron todo, lo quemaron todo. Nosotros nos escapamos en 2014 y volvimos al acabar el sitio. Esos perros de Asad nos vaciaron la casa. Nos robaron todo”, dice Hasan, un habitante del barrio de Al Kallaseh, en el sur de Alepo. El barrio, dice este hombre, está tan destruido ahora como terminó hace ocho años. No ha habido reconstrucción alguna.
“Desde hace años que no tenemos agua potable, que no hay electricidad, internet. Hay muchos sirios, en Turquía y en el extranjero que están volviendo y quieren volver. Yo mismo tengo familiares allí. Pero, ¿cómo lo van a hacer? Primero se tienen que hacer muchas cosas; el nuevo Gobierno tiene que hacer muchas cosas. Pero estamos felices de que todo haya terminado. Queremos ayudar”.
Una cara nueva
En Siria, así, tras la caída del régimen de más de 50 años, las caras cambian. Los retratos y pósters en las calles de Alepo, estos días, tienen sobre todo dos protagonistas: el nuevo primer ministro sirio, Mohamed Bashir, y el líder de la milicia islamista radical Hayat Tahrir al Sham (HTS), la antigua filial de Al Qaeda en Siria y la que ha liderado la ofensiva que ha terminado con el ahora exiliado expresidente sirio.
Asad ya no está: sus retratos y carteles —hasta ahora omnipresentes en cada rincón— han pasado todos por el proceso de la tijera y los recortes. Todos, en la cara del huido presidente, cuyo bigote y ojos se funden en un solo agujero violento en la tela.
“Fue increíble”, recuerda Ismaq, y los demás jóvenes milicianos, con sus caras de milicianos entre las que aún se atisban rasgos de pequeños adolescentes, le escuchan con envidia: “Nunca jamás había entrado a Damasco en mi vida, y entrar capturándola… la gente nos dio una gran bienvenida. No me lo creía. Pudimos pasear por la ciudad, hablar con la gente, y rezar en la mezquita de Omeya. Realmente fue increíble”.
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