Feuzi nunca lo quiso. Su deseo, cuando abandonó su Alepo natal a los 16 años —ahora tiene 28—, nunca fue marcharse de allí, dejar a sus padres atrás e ir, con su hermano mayor, en dirección a Turquía.
Pero lo hizo —lo hicieron—, y hasta este lunes, ambos hermanos han vivido en la ciudad fronteriza de Kilis, a tan solo 60 kilómetros de Alepo y de sus padres, que quedaban detrás de una frontera que les era infranqueable. Los años pasaron, la guerra siguió y, mientras ambos hermanos luchaban para sobrevivir entre carpinterías y obras y construcciones, sus padres murieron.
Este lunes, sin embargo, los hermanos se separan. Hamza, el hermano mayor, vuelve a Siria. Feuzi esperará algo más: «Él cruza hoy, porque la casa de los padres de su mujer sigue en pie y está habitable. Pero yo, al no tener donde quedarme, me quedo aquí un tiempo más», dice Feuzi, y que este tiempo extra en Turquía será poco, unas semanas, un mes a más tardar, porque lo que quiere es volver ya, encontrar un piso en Alepo, trabajar de lo que sea.
Volver es lo único que le importa ahora mismo. «Supongo que con la ciudad como está, después de tantos años de destrucción, podré trabajar de carpintero, ¿no? Pero bueno, ahora mismo me da igual. Lo único que quiero es volver a mi propio país. No sentirme un extranjero, alguien que en algún momento tendrá que irse», explica Feuzi.
Su hermano, a su lado, sigue la conversación, pero a medias. Como él, varias decenas de sirios se amontonan en el paso fronterizo de Öncüpinar/Bab Salama, en Kilis, esperando a transitar el camino de vuelta a casa, posible tras la caída, este domingo, del régimen de Bashar al Asad, el hasta ahora presidente sirio.
El camino que emprenden estos sirios en Turquía será, no obstante, en una sola dirección. «Una vez cruzan esta puerta, les revocamos el permiso de residencia, registramos sus pertenencias, vemos que no tengan antecedentes o multas por pagar y, si todo está bien, les dejamos pasar. Les anotamos como refugiados que realizan el ‘retorno voluntario’, así que una vez salen, ya no pueden volver a entrar», explica un funcionario turco en la frontera.
El paso es lento y, durante todo el día, parados ante el sol amable de diciembre, los sirios que van a cruzar esperan llenos de nervios. «¡Llevamos aquí desde las siete de la mañana ya! ¡No queremos nada! ¡Tan solo que abráis la puerta y nos dejéis pasar!», grita uno de los hombres del lugar, ataviado de bultos y maletas y dos niños pequeños, cada uno anclado, en ambos lados, en las axilas del padre.
El funcionario, que se ha acercado para pedir calma, vuelve a su puesto. El goteo no fluye rápido, pero seguirá durante los próximos días y meses. Pero algo sí parece seguro: gran parte de los sirios de Turquía —el país del mundo que más refugiados acoge—, volverá a su país si la situación lo permite y Bashar al Asad se mantiene bien lejos.
Huir de la lucha
Es una constante entre los refugiados sirios hombres de Turquía. Muchos, durante los primeros años del conflicto, escaparon o del Ejército regular sirio o de una futura llamada al servicio militar, que se convertía en la confirmación de una condena segura: la obligación de declararle la guerra a tus vecinos, dispararles, matarles.
O negarse a hacerlo y entrar, así, en el pozo sin fondo de las prisiones y salas de torturas de Asad, donde sirios detenidos —los que no han muerto— han pasado décadas encerrados, aislados y sin ver la luz del día.
Con Asad huido, muchos ahora ya no sienten el peligro de la llamada en la nuca. Por eso, volver es posible. «Yo me escapé del Ejército en Damasco, hace 11 años. Luché con Ahrar al Sham —una de las milicias rebeldes más grandes— en Guta, y fui de esos a los que transportaron en los buses», recuerda Abdul.
Guta, un barrio del extrarradio de la capital siria, fue sitiado durante años por la aviación rusa y de Asad, que en 2013 usó gas sarín contra la población civil de la zona. En 2018, tras varios años de sitio y hambruna, el Ejército capturó la región, y llegó a un acuerdo para que los rebeldes, derrotados, fuesen mandados en autobuses a la última zona rebelde siria, la región de Idleb, desde donde empezó hace dos semanas la ofensiva opositora que ha acabado con el régimen de Damasco en 10 días.
«En Idleb duré poco. Dos meses. Tenía miedo, ¿sabes? No quería pasar por lo mismo otra vez, porque si me hubiesen capturado me habrían matado y torturado por rebelde y desertor», dice Abdul, y que en todos estos años ha perdido a toda su familia, que está solo, no tiene nadie, dice, pero y que ahora ya qué más da. Hoy, Abdul, tras media vida en guerra, vuelve a casa. «Durante estos años en Turquía he trabajado en fábricas de textil —dice el hombre—. Ahora trabajaré de lo que sea».
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