El voto de los indígenas americanos dio Arizona a Joe Biden, un estado decisivo para hacerle presidente de EEUU en 2020. Eso disparó el interés de los republicanos por aprobar docenas de leyes que han restringido el derecho al voto de estas comunidades en los últimos cuatro años. Y es que los nativos americanos votan poco pero, cuando lo hacen, tienden a preferir un programa progresista. «No me molesté en inscribirme en el censo electoral hasta bien entrados los veintipico porque yo, como tantos indígenas, sentía mucha desconfianza hacia el Gobierno federal por la forma en que trataron a los indígenas desde el principio», explica a EL PERIÓDICO Jaynie Parrish, directora y fundadora de Arizona Native Vote, una organización sin ánimo de lucro y no partidista que ayuda a la población india americana a navegar el tortuosa burocracia electoral. «Pero luego entendí que las cosas solo se pueden cambiar ejerciendo tu derecho a voto«, dice Parrish, que ha hecho de su objetivo vital conseguir que otros voten. «La gente tiene muchos problemas aquí, y lo que les decimos es, sé que resulta abrumador, pero el voto es nuestro único motor de cambio«.
A pesar de que el partido demócrata, ahora bajo el liderazgo de Kamala Harris, apela a más diversidad de votantes, incluido el nativo, su baja participación electoral favoreció a los republicanos en 2020 (el 52% de los nativos que fueron a votar lo hicieron por Donald Trump). Sin embargo, fueron precisamente los distritos con más población indígena los que le dieron la vuelta al resultado de Arizona, que saltó de manos republicanas a demócratas con Biden, convirtiendo este en un «estado bisagra» para este 2024, los cambiantes y claves. Son apenas 7 millones en todo el país, un 2% de la población total, pero se concentran en unos pocos estados y superan el 10% en lugares como Alaska, Oklahoma o Nuevo México. Y en unas elecciones tan ajustadas como las que se esperan, apenas un puñado de votos puede terminar de inclinar la balanza.
‘Elecciones robadas’
Amparados por la mentira trumpista de las elecciones «robadas», desde 2021, los estados con mayoría republicana en su poder legislativo han aprobado leyes que afectan gravemente los derechos electorales indígenas, según demostraron instituciones como el prestigioso Brennan Center dedicado a derechos electorales. «Son leyes locales a las que la gente no presta atención pero que, en conjunto, dificultan el ejercicio del voto y crean una una auténtica privación de derechos democráticos«, explica Parrish.
Hace apenas unas semanas, Arizona introdujo el requisito de una prueba de ciudadanía para votar con, por ejemplo, un certificado de nacimiento, algo todavía más difícil de obtener en apenas tres semanas para los nativos que no nacieron en hospitales. Otro ejemplo es la obligatoriedad de inscribirse al censo electoral con una dirección postal, inexistentes en las reservas, donde comparten un buzón comunitario. Además, en todo el país se han reducido los puntos de votación, aumentando las distancias a recorrer y las colas para votar. Y en Georgia, a los que van a votar a pesar de las distancias y las esperas, se ha prohibido darles siquiera agua (nada de comida ni bebida gratis por considerarse una suerte de soborno).
«Estamos constantemente buscando este tipo de políticas que utilizan los problemas estructurales de las comunidades nativas para dificultar el voto e intentamos luchar contra ellas en los tribunales«, explica a EL PERIÓDICO Allison Neswood, la abogada responsable de derechos electorales de la Organización para los Derechos de los Nativos Americanos (NARF, por sus siglas en inglés), creada en los años 70 en pleno resurgimiento de protestas por los derechos civiles en EEUU. Además, para esta elección, han reclutado a 175 voluntarios para informar y asegurar el cumplimiento de los derechos electorales con tal de «mitigar el impacto de las restricciones» que no han conseguido revertir a tiempo, señala Neswood.
Trauma y desconfianza
Y es que, si bien se reconoció a los indios americanos como ciudadanos estadounidenses hace exactamente cien años, en 1924 –500 años tarde– esto no significó que tales derechos fueran respetados para una comunidad históricamente discriminada, empobrecida y marginada. Argumentos que se dieron por válidos hasta bien entrado el siglo XXI incluían la instauración de un «test de alfabetización« para que los nativos se ganaran el derecho a votar solo si estaban suficientemente educados al modo occidental.
La desconfianza de la que Parrish hacía referencia responde a traumas individuales y colectivos que vivieron en primera persona los que están llamados a las urnas, como el sistema de salud pública que castró a miles de mujeres indígenas o a la separación de padres e hijos para llevarse a estos a internados a cientos de kilómetros de sus casas con tal de acabar con un supuesto analfabetismo desarraigándolos de su cultura. Y a esos niños y mujeres ahora se les pide que voten. «Para mí las elecciones eran una carrera entre hombres codiciosos, viejos, ricos, blancos y racistas. Pero si no podemos ejercer el derecho básico a votar, no tendremos voz«, dice Parrish y anuncia que debe volver al trabajo. «Es nuestro último empuje para conseguir que la gente salga a votar«, concluye.
