Los feligreses se levantan mientras el arzobispo levanta las manos. Entre los dedos, apuntando hacia la cúpula, el hombre levanta una cruz dorada en dirección a un fresco enorme de la virgen María. Las decenas de asistentes, todos atentos, se santiguan. «Somos optimistas y creemos que las cosas pueden ir a mejor. Estamos esperando una liberación, para nosotros y para todos. Somos optimistas y confiamos en que los que acaban de tomar el Gobierno van a proveer a la ciudad de agua y electricidad. Esto cambiará nuestras almas y vidas a mejor”, sermonea el arzobispo, Denis Antoine Shahda, el líder de la Iglesia católica siriaca en Alepo, la segunda ciudad del país árabe.
Todos escuchan con atención. «La mayoría de nuestros problemas se solucionarán. Ahora todos podemos hablar libremente, sin miedo. Podemos hablar. El muro ha caído y queremos un futuro con más desarrollo que nos beneficie a todos. Esperamos que lo que nos están prometiendo sea verdad. Queremos justicia y paz y libertad para hablar lo que pensemos», continúa el hombre antes de entregar sus bendiciones a los cristianos del lugar.
Los feligreses se marchan, y vuelven a su día de trabajo. Es domingo, lo que en Siria equivale a lunes, así que hay que rendir: el fin de semana, aquí, es viernes y sábado. «Al principio, cuando llegaron los milicianos de Hayat Tahrir al Sham (HTS) tuvimos miedo y no sabíamos qué hacer. Pero cuando los vimos, y vimos cómo interactúan con nosotros, nos empezamos a sentir más cómodos. Nos han tratado bien, y no nos han hecho nada malo. Ni nos han amenazado ni nos han tratado mal en absoluto», asegura Lilian, una católica siriaca de Alepo.
Su historia data del inicio mismo del cristianismo: fue desde la actual Siria —y, por supuesto, Israel, Palestina, Líbano y la costa sur de Turquía— desde donde el cristianismo empezó su expansión por el mundo. Antes de la guerra civil siria, en el país árabe, vivían cerca de un millón y medio de cristianos, fragmentados entre católicos, ortodoxos, maronitas, armenios y protestantes. Ahora, tras la guerra, quedan cerca de 300.000.
En Alepo, donde la guerra ha dejado huellas y destrucción por todos lados, el descenso ha sido aún más pronunciado: en 2011, 250.000 cristianos vivían en la capital económica siria. En la actualidad quedan pocos más de 20.000. Ellos, ahora, viven entre la felicidad ante el fin del régimen de Bashar el Asad y el miedo a lo que pueda llegar después.
En una luna de miel
La misa ha terminado, y el arzobispo Shahda se sienta en el trono. A su alrededor, sus fieles esperan audiencia. «Asad no persiguió a los cristianos, pero hubo otro tipo de persecución, a todos: corrupción, falta de libertad política. No había libertad. Tan solo había libertad para rezar. Pero nada más. Ahora la gente ha comenzado a hablar. Antes no se podía, porque había muchísimo miedo de que alguien fiel del gobierno anterior se metiese acá a escuchar para luego denunciarle a uno», dice Shahda con un español caribeño impoluto: este arzobispo estuvo, desde 1979 hasta 2001, destinado a Maracay, Venezuela.
Una semana después de la caída de Asad y la victoria de los revolucionarios, así, Siria ha entrado en un periodo de luna de miel. Todos, independientemente de en qué bando estuviesen hace dos semanas, festejan y hablan libres. Las celebraciones siguen y seguirán por un tiempo: lo complicado ya vendrá después.
«Hay que darles tiempo para ver cómo van a mantener la seguridad y cómo van a actuar como gobernantes. Solo hace 15 días que están en Aleppo. Hay que respetar eso también. Entonces, si ellos mantienen sus buenas intenciones, si llegan preparados para cambiar la vida de los ciudadanos… entonces ¡bendito sea Dios!», continúa y ríe Shahda. Sus acompañantes le siguen en sus carcajadas.
Pero los problemas son muchos: Alepo —y toda Siria, en guerra durante 13 años— carece de un sistema de canalización de agua limpia, y las horas de electricidad al día pueden contarse con dos dedos de una sola mano. La reconstrucción siria —y el relevantamiento de un país roto— será cuestión de años. Y las minorías, ante el nuevo gobierno —temporal— de HTS, temen ser apartadas.
¿Vertical u horizontal?
«Lo que no queremos, como comunidad cristiana, es ser catalogados como una minoría. Queremos tener una ciudadanía al mismo nivel que todas las demás personas, todas las entidades que se encuentran en Siria. Si nos tratan como minoría, si nos marcan como una minoría, eso querrá decir que el poder tiene un solo color y que decide permitir a las minorías existir. Eso no lo queremos», dice George Sabe, superior de la comunidad marista de Alepo.
Ellos, los cristianos de Siria, no buscan el respeto y la tolerancia de la mayoría, dice Sabe, porque el respeto es vertical. Ellos desean relacionarse horizontalmente con el nuevo Gobierno sirio; sentarse con él, participar en él, dialogar con él.
«No queremos ser ciudadanos de segundo nivel y que nos traten bien porque quieren tener una imagen buena con Occidente. Por esto los próximos meses serán muy importantes. Ahora no soy ni optimista ni pesimista. Quiero ver lo que va a ocurrir. Estos años de guerra e inseguridad me han enseñado que es mejor pensar y vivir día a día. Hoy me han tratado bien. A ver mañana».
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