Es el relato de Hassan, casi muerto de hambre durante su detención en la prisión siria de Sednaya, conocida como el ‘matadero humano’ de Asad: «En enero de 2013 empezaron a matarnos, empezamos a perder cada vez más peso, nuestras camisetas nos quedaban tan grandes que parecíamos niños con la ropa de nuestros padres. Cambiabamos delante de nuestros ojos y empezaron a salir los huesos. Podías ver nuestras clavículas, nuestros hombros… Nos estábamos convirtiendo en gente nueva, gente hambrienta».
Su testimonio se encuentra entre los cientos recogidos por la oenegé Amnistía Internacional en su informe del año 2017 -cuando la guerra en Siria ya enfilaba su séptimo año- en referencia a la tan conocida como temida prisión de Sednaya, templo de la tortura y la represión ejercida por la familia Asad desde la década de los 80. Liberado Damasco el domingo, con el presidente Bashar al Asad huido a Moscú, las familias de los detenidos corren al centro penitenciaro situado a 30 kilómetros de la capital con la convicción de encontrar a los suyos. Lo hacen entre la esperanza y la angustia por lo que pueden encontrar. El director del Observatorio Sirio de Derechos Humanos, Rami Abderrahman, ha confirmado que en las labores de rescate ya se han encontrado entre 40 y 50 cadáveres resultado de ejecuciones «recientes».
Omar, otro detenido, describe así en el informe la tortura recurrente de la privación de agua: «Lamíamos la condensación de las paredes y los techos y, después de nueve días, la gente empezó a beberse su propia orina. ¿Puede imaginarse cuán sediento puede encontrarse un ser humano para hacer eso?
«Como si los despellejaran vivos»
Falta de comida y agua como la descrita por Hassan y Omar pero también carencia de medicamentos, fuertes palizas y violencia sexual hasta llegar a las ejecuciones sumarias por ahorcamiento tras una pantomima de juicio militar de apenas dos minutos de duración. Un engranaje de horror en la prisión de Asad que Aministía Internacional ya consideró hace años como albergue de crímenes contra la humanidad donde el régimen organizaba de forma metódica miles de asesinatos. «Una práctica de exterminación», asegura AI.
«Los detenidos gritaban como si hubieran perdido la cabeza, no era un sonido normal, era como si los despellejaran vivos«, explica Nader, detenido en Sednaya, en referencia a las espeluznantes torturas a las que eran sometidos.
El proceso, exhaustivamente organizado y ejecutado por altos oficiales, llegaba a su cénit con lo que bautizaban como «la fiesta», que no eran otra cosa que ahorcamientos colectivos después de un día entero de fuertes palizas y esperanzas infundadas de ser trasladados a prisiones civiles. Con los ojos vendados, los detenidos eran informados de que habían sido condenados a muerte y solamente sabían que había llegado el final al sentir la soga en el cuello. Los enterraban a la mañana siguiente en fosas comunes.
Edificio rojo y blanco
El complejo penitenciario estaba estructurado en un edificio rojo y uno blanco. En el primero se concentraban los civiles que suponían un peligro para el régimen -disidentes, defensores de los derechos humanos, estudiantes, médicos, periodistas, trabajadores humanitarios…» y en el segundo, los militares. También había lugar para miembros de grupos islamistas radicales como el Estado Islámico.
El Observatorio Sirio para los Derechos Humanos, una oenegé que recopila información sobre la guerra, calculó en 2022 que más de 100.000 personas han muerto, muchas de ellas bajo tortura, en las cárceles de Al Asad desde el inicio de la guerra civil en 2011. Según la entidad, 30.000 estuvieron detenidas en Saydnaya, de las cuales solo 6.000 fueron liberadas.
El relado de un antiguo miembro de la prisión de Sedanya viene a confirmar las durísimas condiciones que habían de soportar los detenidos: «No les dábamos medicinas y cada día recibían muy poca comida, a veces solo una aceituna». «Todos los días les pegábamos, usábamos el neumático de un tractor grande cortado y lo convertíamos en una herramienta para golpear», añade para finalizar: » A los detenido no se les permitía hablar y estaba prohibido rezar. Si solicitaban un médico, les pegábamos más».
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