Catorce años después de que la inmolación de Mohamed Bouazizi en Sidi Bouzit, un pequeño pueblo del interior de Túnez, fuese el golpe emocional que desencadenó las primaveras árabes, el hundimiento del régimen sirio en 11 días puede considerarse el último acto de ese proceso político, social y cultural. Si cada primavera tuvo un desarrollo diferente por razones de índole interna en cada Estado, la de Siria dio pie a una guerra civil en la que Rusia e Irán, muy debilitados hoy, fueron los grandes valedores de Bashar el Asad; una guerra atroz que deja 600.000 muertos, un número indeterminado de ejecutados y desaparecidos, seis millones de desplazados internos, igual número de refugiados y exiliados, una economía devastada y un paisaje de desoladora destrucción.
El arabista francés Gilles Kepel definió así en 2013 las primaveras: «Las revoluciones árabes de 2011 son ante todo el producto de la descomposición de un sistema político concebido para resistir a la obsesión de la proliferación terrorista después de la doble razzia sobre Nueva York y Washington [el 11-S] perpetrada por Bin Laden y sus acólitos un decenio antes». Ciertamente, la hipertrofia de muchos regímenes quedó de manifiesto en el tiempo transcurrido entre el gran desafío de Al Qaeda y la huida de Zine el Abidine ben Alí, a la sazón presidente de Túnez, el 14 de enero de 2011, expulsado por la movilización de la calle enardecida y por la negativa del Ejército a reprimir a los manifestantes. La caída de Hosni Mubarak en Egipto, el levantamiento popular en Siria en marzo del mismo año y los sucesos en Libia que dieron lugar a una guerra en la que la OTAN apoyó a los insurgentes, y luego los abandonó a su suerte, fueron otros tantos episodios capitales en el desarrollo de los acontecimientos en el mundo árabe.
Vaticinios incumplidos
Se había dicho con anterioridad que la calle árabe había perdido el miedo y se ponía en marcha un cambio a medio plazo, quizá con democracias incompletas, acaso con una presencia efectiva del islamismo moderado, dispuesto a aceptar las convenciones de la política sin sectarismos, puede que con un periodo de adecuación con brotes de inestabilidad. Tales vaticinios apenas se cumplieron. Henry Kissinger advirtió de la necesidad de que las potencias occidentales se adecuaran a la nueva realidad siempre que no dañara sus intereses, pero en términos generales Estados Unidos y sus aliados no fueron más allá de una actitud expectante. En el caso sirio, tal como escribió en 2016 Ignacio Álvarez-Osorio, la «parálisis occidental abrió de par en par las puertas de Siria a las potenciales regionales y, en particular, a Irán y Arabia Saudí, que no dudaron en utilizar a Siria como cortafuegos para evitar que la primavera árabe alcanzase sus territorios, aunque para ello tuvieran que sembrar la semilla del sectarismo en la región». Los dos grandes enemigos del Golfo, con objetivos diferentes, aseguraron así la larga y sangrienta vida al régimen sirio.
Al mismo tiempo, la situación de inestabilidad máxima en Libia, Siria, Yemen y el diminuto reino de Baréin activaron los resortes de dos monarquías, Marruecos y Jordania, para poner el parche antes que la herida mediante procesos de reforma que, sin modificar grandemente las atribuciones de Mohamed VI y Abdalá II, fueron útiles para mantener la calle controlada. En ambos casos, la necesidad se hizo virtud porque era evidente la influencia creciente del islamismo en la sociedad marroquí y porque palacio entendió en Jordania que, para serenar los ánimos, especialmente en la comunidad palestina –mayoritaria en el país, 55% de la población– había que introducir algunos cambios, cosméticos la mayoría de ellos.
Tres momentos cruciales
Simultáneamente, el ascenso de diferentes formas y versiones del islamismo, del más posibilista al partidario de la acción directa, se adueñó de la región y ocupó una parte sustancial del espacio público. Hubo tres momentos cruciales en este proceso: la victoria en Túnez del partido Ennahda en las primeras elecciones parlamentarias libres (octubre de 2011); la del candidato de los Hermanos Musulmanes en las presidenciales de Egipto en junio de 2012 –Mohamed Morsi el vencedor–, depuesto el 3 de julio del año siguiente por un golpe de Estado; y la proclamación del califato –Estado Islámico– por el ISIS o Daesh el 29 de junio de 2014, en un territorio a caballo entre Siria e Irak. En el caso tunecino, el ascenso islamista dio pie a crisis encadenadas que erosionaron la economía y debilitaron al nuevo régimen; en el egipcio, la intervención del Ejército restauró la dictadura militar en la persona del general Abdelfatá al Sisi, con la consiguiente oleada represiva y el final del experimento democrático; en el del califato, el yihadismo se adueñó en poco tiempo de la resistencia armada frente a Bashar el Asad y debilitó a Irak, sumido en una crisis de identidad y enfrentamientos sectarios desde la caída de Sadam Husein.
Si la primera impresión fue que las primaveras habían zarandeado la «pax americana de dominio estadounidense sobre la región y se estaba desmoronando», según el diagnóstico de Christopher Phillips, el Estado Islámico modificó los datos esenciales de la guerra civil siria, procuró al yihadismo un empuje desconocido desde la muerte de Osama bin Laden, y sumó adeptos a la máxima de Hasán al Bana, fundador de los Hermanos Musulmanes: «El islam es fe y culto, patria y ciudadanía, religión y Estado, espiritualidad y acción. Libro y espada». A partir de entonces, importó tanto el riesgo de proliferación de estados fallidos –Libia y Yemen ya lo eran; Irak podía serlo a medio plazo– como el desafío yihadista, que abandonó el proyecto de Al Qaeda de una yihad global y abrazó como meta la constitución de un Estado desafiante, con la sharia o ley islámica como fundamento de derecho a imitación de los talibanes y de la república de los ayatolás.
¿Puede el hundimiento del régimen de los Asad ser el punto de partida de un nuevo experimento islamista dentro de los límites de un Estado reconocido por la comunidad internacional? ¿Puede ser el último fracaso de las primaveras árabes o podrá la tutela turca evitar que Siria entre en un proceso de incertidumbre permanente si no es que engrosa la lista de los estados fallidos? El Consejo Nacional Sirio, la organización que agavilla a las diferentes oposiciones que se han unido para derrocar a Bashar el Asad, ha respetado hasta donde ha sido posible la heterogeneidad confesional de la sociedad siria, donde coinciden musulmanes sunís, alauís, drusos, ismailís y cristianos. Pero las Unidades de Protección del Pueblo (YPG), el movimiento de los sirios kurdos, tiene sus propios objetivos políticos y aspira a un Estado de estructura confederal para retener el poder en el tercio noreste de Siria, que controla. Pero Turquía considera a la YPG una entidad terrorista por su vínculo con el Partido de los Trabajadores Kurdos (PKK). Pero el gran resorte de la victoria ha sido el grupo Hayat Tahrir al Sham (HTS), que encabeza Abú Mohamed al Julani, heredero de la prédica de Al Qaeda en Irak –fue lugarteniente de Abú Musab al Zarqaui–, aunque ha moderado su discurso al entrar en Damasco y promover a Mohamed Bashir, un actor secundario del HTS, para el puesto de primero ministro interino.
Complejidad extrema
Ese intricado laberinto es de una complejidad extrema. Ningún otro Estado incurso en las primaveras presenta esa diversidad de tradiciones políticas y culturales. El riesgo obvio es el cuarteamiento del territorio, la competencia por el poder entre proyectos divergentes, la confrontación sectaria y la islamización a marchas forzadas, vigente en toda su extensión el aserto de la catedrática Luz Gómez: «Surgido durante el colonialismo, el islamismo empieza y acaba con la sharia».
Del desenlace de muchas de las experiencias fallidas a partir de 2011 es fácil deducir que la muy pronta fragmentación de los bloques históricos que hicieron posibles las movilizaciones de 2011 fue el primer paso hacia el fracaso y el choque entre adversarios. De ahí que el israelí Shlomo Ben Ami sostenga esta misma semana en un artículo que los aliados de Estados Unidos en la región preferían «la permanencia de Asad en el poder, por temor a que una Siria controlada por islamistas se convierta en refugio de terroristas».
La incógnita de Turquía
Ese temor se remite a lo sucedido en Libia, donde la guerra entre facciones que siguió a la caída y asesinato de Muamar Gadafi facilitó la infiltración yihadista en concurso con otros actores en la inmensidad del Sáhara y en su perímetro sur, hizo posible el asalto al poder de los hutís, chiís yemenís apoyados por Irán, y explica la tolerancia occidental con el presidente de Túnez, Kais Saied, convertido de facto en un dictador que mantiene a raya a los islamistas. La gran incógnita es si Turquía, miembro de la OTAN desde su fundación, investida con los ropajes de nueva potencia regional, dispone de mimbres para desempeñar un papel estabilizador similar al de Saied habida cuenta la adscripción islamista del presidente Recep Tayyip Erdogan. Se dice que el apoyo a la insurgencia siria del emirato de Catar, propietario de la televisión Al Jazira, el altavoz más poderoso del mundo árabe, puede ser el factor de corrección que vincule a los nuevos gobernantes de Damasco con el establishment árabe, pero tal diagnóstico coexiste con los recelos de Arabia Saudí.
Indiferencia occidental
«La indiferencia occidental ante el descenso a los infiernos de Siria abrió el camino a las potencias regionales», afirma el profesor Álvarez-Osorio. «La primavera fracasó en todas partes porque los europeos no hicieron nada para apoyar de verdad a los reformadores y se desentendieron cuando los islamistas ganaron la presidencia de Egipto», opinó un exfuncionario tunecino hace solo dos años. «La inexperiencia política de los líderes de la primavera árabe les hizo creer que podían ganar la batalla cada uno por su lado y fueron derrotados», cree el profesor Bichara Kader, de la Universidad de Lovaina, que está convencido, no obstante, de que nada es igual desde 2011. Un parecer compartido por diferentes analistas que se basan en el convencimiento de que la herencia de las primaveras sigue alimentando hoy el ethos árabe.
Puede decirse que la última primavera árabe se ha consumado. Pero es difícil sustraerse al hecho de que la victoria de la oposición abre un horizonte de incógnitas. En cierta ocasión, el filósofo francés Bernard Henri-Lévy subrayó el significado especial que Damasco y Bagdad tienen en la historia del islam (lo hizo para significar los riesgos que entrañaba la segunda guerra del Golfo). Terminó la guerra y se adueñó del escenario una sucesión inconclusa de inestabilidades, instalado desde entonces el país en un choque permanente entre adversarios. ¿Puede Damasco correr la misma suerte o puede ser la primera primavera árabe que no desemboque en la frustración? Al Julani declara que «los gobiernos extranjeros no deben preocuparse», pero los bombardeos israelís abastecen de argumentos al islamismo radical.
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