Cuando Donald Trump regresó, Xi Jinping todavía estaba ahí. El presidente chino ha repetido ocho años después la llamada de felicitación al magnate estadounidense y, como entonces, ha orillado sus invectivas durante la fragorosa campaña electoral para sugerirle la cooperación como vía hacia la prosperidad mutua. En la química personal que siempre reivindica Trump confía el mundo para evitar el naufragio en la inminente tormenta.
Lo desvelado por la prensa nacional china de la conversación no trasciende lo protocolario. Espera Xi que ambos países encuentren «la forma de llevarse bien», aclara que con unas relaciones «estables, saludables y sostenidas» ganarán todos y anima a «fortalecer el diálogo» y «gestionar apropiadamente las diferencias». «La historia ha demostrado que China y Estados Unidos se benefician de la cooperación y sufren en la confrontación», le habría dicho a Trump según la televisión pública.
Un examen meticuloso revela cierta contención respecto al mensaje de ocho años atrás porque Xi ya conoce el paño y sus expectativas son comprensiblemente más humildes. Entonces vaticinaba grandes progresos, un nuevo punto de partida y esfuerzos conjuntos en la paz y estabilidad mundial, el progreso y la prosperidad. Xi se conformaría ahora con mucho menos.
«Visita de Estado plus»
Ambos se han visto cuatro veces y Trump se ha referido a su relación con entusiasmo. De «muy fuerte» la ha definido recientemente aunque, quizás por la dinámica electoral, evitó llamarle «amigo». El ambiente en sus encuentros era más relajado, en cualquier caso, que en las cumbres Biden-Xi, donde todos parecen con desajustes gástricos. Trump invitó un fin de semana a Xi a su mansión de Mar-a-Lago y los agasajos finiquitaron las reticencias propias de la distancia y el desconocimiento. Siguieron semanas de vino y rosas, con Trump retirando las acusaciones sobre China de manipulación monetaria y esta abriendo la puerta al vacuno y gas natural estadounidense.
Trump fue correspondido con una «visita de Estado plus», un concepto acuñado por Pekín para definir la hospitalidad que desborda la cortesía diplomática. Chicos entusiasmados lo saludaron en el aeropuerto, las calles y la Ciudad Prohibida fueron vaciadas para que las masas no lo incomodaran, fue recibido en el Palacio Imperial y disfrutó de la ópera pequinesa. De su vieja beligerancia, cuando acusaba a China de violar (en el sentido sexual) a los trabajadores estadounidenses, no hubo rastro. Y el desequilibrio en la balanza comercial, apuntó, no era culpa china sino de sus inútiles predecesores.
Aquella sintonía parecía aguantarlo todo sin que las costuras reventaran: los embates arancelarios, la persecución a Huawei y otras tecnológicas chinas, las mastodónticas ventas de armas a Taiwán… Y entonces llegó el coronavirus. Trump aplaudió la ágil y transparente reacción china en los primeros meses. Solo cuando su ineptitud provocó una mortandad en Estados Unidos habló de los engaños chinos y del virus kungfú. No hubo vuelta atrás y ni siquiera se salvaron los canales de comunicación más elementales.
Guerra comercial
Trump culpó a la pandemia de la pérdida de las elecciones y a China de aquella. No parece guardarle rencor a Xi y, en cualquier caso, es un tipo pragmático. Por la esquina asoma una crisis de márgenes impredecibles. En su primera guerra comercial gravó los productos chinos con aranceles de entre el 7 y el 25 %.
En las elecciones ha prometido que aplicará un 60 % a todos. Si lo cumple, o si se acerca a cumplirlo, generará un terremoto en ambas economías y réplicas en el resto. Eso explica que no le proponga ya Xi a Trump ilusas cooperaciones por la prosperidad global sino un marco básico y posibilista que evite la tragedia.