¿Cómo decidieron los sobrevivientes de la tragedia de los Andes alimentarse de los muertos?


Nota del editor: Esta nota incluye descripciones que pueden resultar perturbadoras

(CNN Español) — Estaban a 3.600 metros de altura, rodeados de un infierno de hielo y nieve, sin nada para llevarse a la boca, sin vegetales ni animales cerca, sin siquiera insectos o al menos algún gusano que buscar. Racionando al máximo, a los pocos días ya no quedaba ni una miga de los escasos alimentos que llevaban en sus valijas. Tenían una sola posibilidad para sobrevivir: los cuerpos inertes, congelados, de los otros viajeros fallecidos en el accidente aéreo del vuelo 571, del 13 de octubre de 1972, en la cordillera de los Andes.

Algunos estaban convencidos de que comer esa carne era la única posibilidad que tenían. Otros, como Alfredo «Pancho» Delgado o Pedro Algorta, se autoconvencieron –y convencieron a otros– con base en pasajes bíblicos. El matrimonio de Javier y Liliana Methol se resistió hasta el final y solo cedieron por amor a sus cuatro hijos. Eduardo Strauch se ocupaba de cortar la carne, pero, le costaba mucho a él mismo comerla. Otros tenían que ser prácticamente obligados a tragar a la fuerza. Pero todos los que sobrevivieron debieron ingerir necesariamente esa proteína que solo estaba en esa carne congelada de sus amigos, según contaron al ser rescatados.

¿Cómo lo comunicaron?

Cuando el mundo supo de su supervivencia y corrió como reguero de pólvora la noticia de que 16 jóvenes uruguayos habían resistido 72 días en la cordillera de los Andes, la duda recurrente era qué habían comido en esas montañas áridas y heladas. En medio de múltiples rumores, seis días después del hallazgo, el 28 de diciembre de 1972, se llevó a cabo una conferencia de prensa en el colegio Stella Maris, al que habían concurrido la mayoría de los sobrevivientes. Al principio, de a uno, fueron contando sus experiencias, sin tocar ese punto. Hasta que Alfredo «Pancho» Delgado se animó y tomó la palabra.

“Uno se levanta de mañana y mira para los costados esos picos nevados, impresionantes. El silencio de la cordillera es majestuoso, sensacional. Es una cosa que aterra, uno está solo, solo, solo frente al mundo y les puedo asegurar que Dios está ahí. Todos lo experimentamos dentro de nosotros”, empezó. Luego siguió detallando lo vivido, y recordando con emoción y admiración a los 29 que no sobrevivieron, hasta que llegó al punto clave: “llegó ese momento en el cual ya no teníamos ni alimentos ni cosas por el estilo y pensamos: si Jesús en la última cena repartió su cuerpo y sangre a todos sus apóstoles, ahí nos estaba dando a entender que debíamos hacer lo mismo. Tomar su cuerpo y sangre, que se había encarnado. Y eso que fue una comunión íntima entre todos nosotros, fue lo que nos ayudó a subsistir. Y fue una entrega de cada uno”.

Terminó de hablar. No hubo más preguntas de los periodistas. La gente aplaudió. Y así el mundo se enteró de la noticia: los 16 sobrevivientes habían subsistido alimentándose de carne humana.

¿Cómo tomaron la decisión?

“Nos íbamos debilitando rápidamente”, contó a CNN Eduardo Strauch. Por eso, entre algunos supervivientes empezaron a discutir veladamente el tema. “Nos estamos quedando muy débiles, tenemos que buscar proteínas, porque si no en 2, 3 días más no vamos a poder ni levantarnos, ni pensar, ni nada”. Alrededor del décimo día en la montaña, la mayoría era consciente de que ya no podían soportar mucho más sin morir de hambre. Trataron hasta de comer –sin éxito– las suelas de los zapatos.

“Empezamos a intercambiar ideas, a exponer argumentos: nos vamos a morir todos si no comemos la carne de los muertos”, prosiguió Strauch. Roberto Canessa, el estudiante de Medicina del grupo, describió cómo sus cuerpos se estaban consumiendo por inanición y cómo la carne humana podría servirles de sustento. “Algunos decían no, es imposible, no lo vamos a hacer”, contó Strauch. Los más reticentes o a los que más les costaba la idea eran José Luis «Coche» Inciarte, el capitán del equipo Marcel Pérez del Castillo, Numa Turcatti o el matrimonio Methol.

Así, hicieron un pacto: todos donarían su cuerpo como alimento si morían. “Y al final cuando surgió la idea de que nos íbamos a ofrecer unos a otros como alimento, se terminaron de convencer todos: porque nadie sabía quién iba a alimentar al otro”, explicó Strauch. En la página web de La Sociedad de la Nieve, lo explican así: “uno de los impedimentos morales a los que se enfrentaban, como católicos, eran sus creencias religiosas. Muchos acabaron entendiendo que, precisamente como católicos, tenían la obligación de permanecer vivos a toda costa» y que los cuerpos eran solo carne, pues «las almas ya habían abandonado los cuerpos”.

Los encargados de cortar y dosificar la carne eran habitualmente los primos Strauch. (Alfredo «Fito» Strauch, Eduardo Strauch y Daniel Fernández Strauch). Solamente ellos sabían a qué cuerpo pertenecía. Nunca hablaron de cuáles fueron utilizados o no. Solo había tres intocables: los de la madre y la hermana de Fernando Parrado y el de Liliana Methol. De todos modos, antes de salir en la expedición final, Parrado autorizó a usar los cuerpos de sus seres queridos si lo necesitaban.

Primero desenterraban los cadáveres y los tendían al sol para intentar descongelarlos. Luego, un equipo cortaba –con vidrios u hojas de afeitar– pedazos grandes de los cuerpos, que otro equipo dividía en trozos más chicos. Esta última tarea era más sencilla, porque una vez separada la carne de los cuerpos era más fácil ignorar de quién o de qué se trataba. Por último, colocaban las tiras de carne en el techo del avión para que se secaran al sol. Apenas podían secar la carne, no cocinarla, porque el viento helado y la escasez de leña lo impedían. En unas pocas ocasiones lograron cocinar la carne.

La ración habitual era de unos 100 gramos de carne por persona por día. Pero los expedicionarios –Fernando Parrado, Roberto Canessa y Antonio Vizintín– podían comer más.

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