Tras matar con un fusil de asalto a 18 personas y herir a otras 13 en sendos tiroteos masivos en una bolera y un restaurante de Lewiston (Maine), el militar en la reserva Robert Card dejó tirado el miércoles por la noche su todoterreno blanco en una cuneta de la vecina Lisbon y se suicidó de un balazo. Ahora está claro el dónde: no muy lejos de allí, en un tráiler aparcado al final de un sendero boscoso cerca de la planta de reciclaje en la que trabajó como conductor hasta la primavera pasada. Pero aún no se ha despejado la incógnita del cuándo. El hallazgo de su cadáver el viernes por la noche puso fin a 48 horas de una desesperada “caza al hombre” y dio por inaugurado el proceso del duelo colectivo en estas comunidades rurales del noreste de Estados Unidos, pero habrá que esperar a la autopsia para esclarecer si se quitó la vida inmediatamente después de la matanza o si estuvo escondido, quizá en esos bosques que, según sus allegados, tan bien conocía, y decidió terminar con todo después, quién sabe si al verse acorralado.
Qué lo condujo a empuñar un arma semiautomática de estilo militar con mirilla y asesinar a sangre fría a toda esa gente desconocida es también un enigma todavía. Michael Sauschuck, comisionado de Seguridad Pública de Maine, explicó este sábado por la mañana durante una conferencia de prensa en el Ayuntamiento de Lewiston que las autoridades no tienen dudas a estas alturas de que “en esta tragedia concursó un elemento de salud mental”. “Entraron en juego la paranoia y las teorías de la conspiración, y por lo que he leído y escuchado [sobre esos cuadros psicológicos], eso les lleva a pensar que [los demás] hablan de ellos”, añadió. “Es posible que escuchara voces”.
Sauschuck, que no pudo o no quiso concretar el momento de la muerte, también dijo que a las autoridades no les constaba que hubiera estado durante dos semanas del verano pasado en tratamiento psiquiátrico, cuando su comportamiento despertó las sospechas de sus compañeros del ejército. No fue un ingreso forzado, no saltó lo que en Maine se conoce como una “alerta amarilla”, así que no había motivo para impedirle comprar un arma.
Un agente presente en la conferencia de prensa añadió después que Card tenía “varias” en propiedad, “algunas compradas recientemente” y “otras, hace años”. Todas adquiridas legalmente. En el todoterreno hallaron el “arma larga” que usó en la bolera Just-In-Time Recreation y en el restaurante Schemengees, dos populares puntos de reunión para el ocio en esta comunidad rural que la policía cree que el sospechoso había visitado antes, puede que hasta frecuentado. Junto a su cadáver había otras dos pistolas. Un kilómetro y medio más o menos separa el lugar en el que se le perdió el rastro del aparcamiento en el que se suicidó. Sauschuck confirmó que la policía había inspeccionado ese parking situado al final de un sendero en dos ocasiones, y que esas pesquisas no dieron frutos.
El funcionario de Seguridad Pública de Maine también dio detalles sobre un escrito que dejó a un “ser querido” antes de salir hacia la bolera. En él, confiaba “el código de acceso” a su teléfono y las claves de las cuentas bancarias. “No lo describiría como una nota de suicidio explícita”, aclaró Sauschuck, “pero el tono y el tenor deja entender que el individuo no contaba con seguir mucho tiempo más con vida, y quería asegurarse de que este ser querido tuviera acceso a su teléfono y a todo lo que había en su teléfono. Algo que no es raro en los casos de suicidio”.
El hallazgo del cadáver se produjo sobre las 19.45 del viernes, poco más de 48 horas después de que el atacante emprendiera su macabra misión. Centenares de efectivos de agencias locales, del condado, estatales y federales lo buscaban desde entonces. Peinaron una vasta área boscosa y despoblada, así como las aguas del río Androscoggin y sus veredas en busca de un hombre al que la gobernadora demócrata de Maine, Janet Mills, definió el jueves por la mañana como “armado y muy peligroso” por su pasado militar y por su destreza en el tiro.
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Se ordenó asimismo el confinamiento de las localidades de Lisbon, Lewiston, Auburn y Bowdoin, lugar de la última residencia del tipo. Las tiendas, restaurantes o bancos cerraron, lo que contribuyó a la irrealidad de la tragedia y confirió a las calles un escalofriante aspecto de película posapocalíptica. La orden de no salir de casa se levantó el viernes por la tarde, unas tres horas antes de conocerse la noticia del hallazgo del cadáver. Este sábado, Lewiston amaneció espléndidamente soleada, y fue recobrando poco a poco la vida robada en los días anteriores. Las partidas de cazadores, toda una religión en estos parajes, también pudieron salir a los bosques. Mientras Card estuviera en paradero desconocido, lo tenían prohibido.
Las autoridades habilitaron un centro de atención a las víctimas en el antiguo arsenal de Lewiston, donde los policías impedían a los reporteros acercarse a quienes iban llegando en coche, como una mujer que había venido a dejar a su hijo, relacionado con tres de los asesinados. En una sala de conferencias de un hotel a las afueras de la ciudad, se situó un punto de asistencia psiquiátrica para los vecinos. Allí los aguardaba una mezcla de expertos en salud mental, pastores cristianos y Niko, uno de esos perros de terapia entrenados para brindar consuelo en la tragedia. También se programaron vigilias durante el fin de semana.
La identidad de las víctimas
Sauschuck, que quiso reconocer en la conferencia de prensa la colaboración “realmente valiosa” de la familia del sospechoso durante la búsqueda, justificó la decisión del confinamiento pese a que es posible que durante gran parte de ese estado de excepción los agentes no estuvieran a la “caza” de un asesino sino sencillamente buscando un cadáver. “Basado en la naturaleza violenta de lo que ocurrió, estuvimos preocupados hasta el último segundo [de esas 48 horas], porque no sabíamos qué iba a hacer este individuo a continuación o dónde iba a hacerlo. Preferimos pecar de muy cautelosos al respecto”, aclaró.
La identidad de las 18 víctimas también quedó confirmada en la tarde del viernes. Son 16 hombres y dos mujeres. Ocho murieron en el restaurante; siete, en la bolera. Los otros tres no sobrevivieron a su primera noche en el hospital de Lewiston, donde aún se atiende a los heridos, cuyos nombres no han trascendido. Tres de ellos están en estado crítico. Los fallecidos tenían entre 14 y 76 años, y entre ellos había cuatro personas sordas, el gerente del restaurante, que trató de detener a Card con ayuda de un cuchillo, un padre y un hijo o un matrimonio de septuagenarios.
El de Maine es el tiroteo masivo más letal en lo que va de año, así como el décimo más mortífero en la historia de Estados Unidos. Con su pasión por la vida al aire libre, se trata de uno de los Estados del país en los que resulta más fácil comprar un arma. Hasta ahora, era también uno de los más seguros: el año pasado solo se registraron 29 homicidios en un Estado de algo más de 1,3 millones de habitantes. Con unos 40.000 vecinos, Lewiston es la segunda ciudad en cantidad de población, tras Portland, la capital.
La organización Gun Violence Archive, que levanta acta en Estados Unidos de los tiroteos masivos (con más de cuatro víctimas, sin incluir al atacante), llevaba este sábado por la mañana 569 en su cuenta para 2023. En 2022, la cifra ascendió a 645. Los dos últimos de la lista fueron durante la noche del viernes, en Chicago y en Mansfield (Ohio). Las noches del fin de semana acostumbran a ser las más violentas.
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