- Author, Leire Ventas y Regan Morris
- Role, Enviadas especiales de BBC Mundo y BBC News a Tijuana, México
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En la Tijuana que habita Shukria no se habla español, no hay frijoles ni tacos de asada, ni corridos ni playas.
Tampoco existen la Avenida Revolución ni el turismo de parranda; no hay neones, dealers ni burdeles, aunque la famosa “zona roja” esté a escasas cuadras de donde nos reunimos con ella.
Desde que esta afgana de 31 años llegó a esta ciudad de México colindante con Estados Unidos junto a su marido y sus tres hijos hace ya un mes, su día a día lo resumen los llamados a rezar, la comida halal y los dormitorios separados por géneros.
Tras haber huído del Talibán, la familia quiere pedir asilo a las autoridades estadounidenses; arriesgaron sus vidas en una travesía por 11 países con ese objetivo.
Y aguardan la oportunidad para hacerlo en Assabil, un albergue para migrantes musulmanes que en menos de un año de funcionamiento ya ha acogido a cientos de personas y que se sitúa justo enfrente del muro fronterizo.
“Esta espera y esa visión son una tortura”, se lamenta esta experiodista y activista por los derechos de las mujeres, que pide esconder su identidad por temor a ser perseguida.
Un flujo creciente
Un compatriota que también pide el anonimato nos ayuda traduciendo al inglés lo que Shukria cuenta en uzbeco en la entrada misma del centro.
Hace ya ocho meses que los afganos son mayoría aquí; constituyen el 70% de la media de 170 personas que duermen a diario bajo este techo.
Fundado en 2022 por la Asociación Latina Musulmana de San Diego (California, EE.UU.) ante las necesidades particulares de una inmigración creciente desde países donde el islam es mayoritario, el centro está hoy a su máxima capacidad.
“Ya en 2015, cuando hacíamos voluntariado en otros albergues y empezaron a llegar muchas mujeres de Somalia, de Ghana, vimos que batallaban mucho”, le explica a BBC Mundo Sonia García, quien preside la organización.
“Tenían problemas con la alimentación, porque los musulmanes no podemos comer puerco y aquí hasta los frijoles llevan manteca; pero también por tener que compartir espacio con los hombres”, prosigue.
“Muchas optaban por rentar habitaciones en hoteles de la Zona Norte — la también llamada ‘roja’ o ‘de tolerancia’— donde abunda la prostitución, y nosotras empezamos a pensar en que había que buscarles otro tipo de espacio”.
En el año que lleva en marcha, no ha dejado de multiplicarse la cifra de personas que acoge, como ocurre en la treintena de albergues para migrantes repartidos por la ciudad: todos están sobrepoblados.
Y en Assabil, en particular, también se ha ido multiplicando el origen de los que reciben.
Además de una mayoría de afganos, allí se pueden encontrar iraníes, sirios, yemeníes, egipcios y más recientemente algún palestino.
El ajetreo del viernes
Este edificio de fachada beige de 7.000 metros cuadrados repartidos en dos plantas, con minarete y una cúpula azul, está siempre lleno de vida.
Pero si hay un día de la semana especialmente ajetreado es el viernes.
La pequeña comunidad musulmana local se une a los albergados para el yumu’ah, el rezo que se lleva a cabo en la mezquita que también se encuentra en las instalaciones, y la posterior comida comunitaria.
Como llegamos antes de la hora acordada, los encontramos en plena preparación de la jornada.
Media docena de hombres barren la entrada, trapean el piso; otros colocan en fila las mesas del comedor.
Los niños corretean escaleras arriba y abajo mientras unas mujeres tratan sin éxito de que se sienten a leer o a dibujar. Se abren y cierran puertas, gente entra y sale de la oficina, descargan cajas, hay reencuentros, abrazos, conversaciones que se solapan.
En la cocina, Asad y Aziz se encargan del menú: un guiso de carne vacuna molida con comino y cúrcuma, arroz y ensalada. De postre, naranjas y café.
“Este es un buen sitio para migrantes como nosotros”, nos dice Asad, quien al igual que el resto de entrevistados nos pide encarecidamente que no mostremos su rostro.
“La comida es adecuada, podemos orar, tenemos donde dormir”, añade mientras remueve la olla.
Tiene 25 años, luce barba de tres días y una sudadera negra, y se comunica en un inglés bastante articulado.
Dice que era miembro del Ejército afgano, como su padre, un general al que el Talibán mató en los 80, cuenta.
Su familia fue evacuada antes de que los últimos soldados estadounidenses partieran del país el 30 de agosto de 2021, mientras el Talibán consolidaba su control sobre la capital, Kabul, después de que el gobierno respaldado por EE.UU. huyera.
En total fueron cerca de 100.000 los llevados a territorio estadounidense en avión, según la Casa Blanca.
Asad quedó atrás y tuvo que buscar otra forma de salir.
Lo hizo, como Shukria, en una travesía que le llevó a cruzar un océano y casi un continente (y que detallaremos más abajo), y que no acabará hasta que no se reúna con sus familiares en Dallas, Texas, dice.
Lleva ya tres meses en el albergue, tratando a diario de conseguir una cita para solicitar asilo en EE.UU. a través de CBP One, la app oficial creada para facilitar el proceso pero que las organizaciones de migrantes aseguran que no funciona como debería.
“No queremos ir ilegalmente a Estados Unidos, queremos hacerlo de forma legal”, subraya, hablando también en nombre de Aziz, quien se encuentra en una situación similar.
“Pero la situación es muy mala: no tenemos dinero, los niños llevan dos años sin ir a la escuela”.
A eso se le suma el desconocimiento del idioma y el miedo a ser arrestados por la policía o extorsionados, lo que los mantiene prácticamente entre las cuatro paredes de Assabil.
“En Afganistán trabajamos con los estadounidenses durante 20 años. Ahora tenemos este problema, no podemos conseguir cita, y queremos que lo resuelvan”, urge.
Los evacuados y los otros
Para miles de afganos, la retirada de las fuerzas estadounidenses de Kabul fue solo el principio de una larga búsqueda de un lugar seguro para rehacer sus vidas.
El Talibán echó por tierra libertades civiles que les costó décadas alcanzar, especialmente para las mujeres, y quienes habían trabajado para la administración del hasta entonces presidente Ashraf Ghani o colaborado con Occidente temieron la persecución.
Muchos huyeron a Pakistán, Irán y Turquía. Miles se dirigieron a Europa, cruzando el Mediterráneo en barcos o buques de carga. Otros apuntaron más lejos, a EE.UU.
Para Shukria la primera economía mundial no fue la primera opción; antes tocó otras puertas que nunca se abrieron.
“Salí de Afganistán un mes y medio después de la toma del 15 de agosto de Kabul”, cuenta esta mujer menuda y morena mientras se cubre el perfil con un velo beige, para asegurarse de que la cámara no la capta.
Su trabajo como periodista primero y como empleada del Palacio Presidencial después la pusieron a ella y a su familia en el punto de mira, asegura.
A ella la amenazaron, a su madre y su marido los golpearon, relata al tiempo que muestra como prueba un carné de prensa, una carta firmada por el Talibán y unas fotos en su celular. Es la documentación con la que respaldará su solicitud de asilo en EE.UU. cuando pueda por fin pedirlo.
De Kabul se dirigió con su familia a otra ciudad en Afganistán, Herat, y de allí cruzó a Irán, donde permanecieron 13 meses, hasta que la embajada de Brasil les concedió una visa humanitaria.
Desde septiembre de 2021 el gobierno brasileño ha autorizado más de 11.000 permisos de ese tipo para afganos, aunque en octubre pasado aprobó una nueva ordenanza que modificó la política de acogida y dificulta la emisión de visas.
Sea como fuera, para Shukria fue su boleto —con escala en Qatar— hacia América.
Aunque nada vivido hasta entonces la pudo haber preparado para lo que le deparaba el continente.
El temido Darién
Tras aterrizar en Sao Paulo y permanecer un tiempo en el país, emprendieron la ruta hacia Perú, Ecuador, Colombia y a través del tapón del Darién —la densa selva que une Sudamérica con Centroamérica— a Panamá.
Es ese último tramo del que guarda los peores recuerdos.
Tardaron en atravesarlo a pie tres días enteros, como parte de un grupo de 16 personas, y tuvo que cargar por momentos a su hijo de 7 años en brazos.
En un relato común entre los que por allí transitan, y con la ayuda de nuestro traductor, que también lo vivió en carne propia, Shukria nos cuenta que unos hombres enmascarados y armados los asaltaron.
Los hicieron desnudarse, a hombres y mujeres. Buscaban dinero, pero lo llevaban escondido los niños. Y los golpearon.
Muestra la foto de su hija de 9 años con un ojo morado.
Y cuenta: “Desde entonces mi hijo grita en sueños. Se despierta y no se puede volver a dormir. Y como eso lo deja inquieto, empieza a hablar consigo mismo. Así le afectó el incidente”.
Tampoco puede quitarse de la cabeza la lluvia constante, los aullidos nocturnos de los animales silvestres, el hombre que vieron agonizar.
Hasta hace unos años ese recorrido lo hacían exclusivamente sudamericanos que optaban por migrar por tierra a Estados Unidos.
Pero hoy es una ruta establecida para los llamados migrantes “extracontinentales”, procedentes sobre todo de Asia y África.
Quedarse o irse
“Estamos impresionados con las cifras”, le confiesa a BBC Mundo David Pérez Tejada, el titular del Instituto Nacional de Migración (INM) en Baja California, el estado al que pertenece Tijuana.
“Gente de 126 países está llegando a los aeropuertos de Mexicali y Tijuana cada mes. Las cifras van en aumento. Y muchos también llegan por tierra, con la decisión última de cruzar (la frontera) y pedir asilo” en Estados Unidos.
«Es una ruta bien establecida, ahora también desde Asia y África», añade Enrique Lucero, director de Atención al Migrante de Tijuana.
En esa línea, el vicepresidente regional para América Latina de International Rescue Committee (IRC), Julio Rank Wright, dice que en el centro comunitario que la organización tiene en Ciudad de México han ofrecido hasta la fecha alimentación, atención psicosocial y médica primaria y orientación cultural a migrantes de 38 nacionalidades.
“Son cada vez más quienes buscan un lugar seguro donde rehacer sus vidas. Algunos lo han encontrado en México, mientras para otros sigue siendo un punto natural de tránsito”, añade.
De enero a octubre de este año, más de 1.886 afganos en situación irregular han sido detenidos en México, según los datos más recientes del INM.
Pero también aumentaron las solicitudes de asilo en el país.
Al cierre de octubre sumaban 1.682 los afganos que habían hecho la petición, de acuerdo al último informe mensual de la Comisión Mexicana de Ayuda al Refugiado (Comar).
La cifra triplica la registrada en todo 2022, cuando ascendió a 498.
Sea como fuere, para los que están en el albergue Assabil el objetivo sigue estando al otro lado del muro fronterizo.
Con Shukria nos acercamos a él un poco, mientras caminamos a la tienda de la esquina en la que comprará un jugo y unas galletas.
Está tan cerca y aún… tan lejos.
Luego, el propio migrante que nos hizo de traductor expresa ante nosotros algunas de las preguntas que tienen casi todos en el albergue.
“¿Nos puedes guiar? ¿Qué pasos deberíamos dar? ¿Pagar a un traficante para que nos cruce? ¿O seguir esperando para hacerlo legalmente? ¿Cuánto más se puede aguantar en este limbo?”.
*Los nombres de los entrevistados son todos pseudónimos por cuestiones de seguridad.
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