Muhammad Ali y George Foreman disputaron el 30 de octubre de 1974 en Kinshasa un combate que trascendió el mundo del deporte y que encumbró para siempre a Ali al estatus de leyenda. El símbolo de la lucha contra el racismo recuperó el cinturón de campeón del mundo de los pesos pesados que le habían arrebatado siete años antes por sus convicciones políticas.
Un compromiso que había demostrado ya tras su primer gran logro, la medalla olímpica en Roma ’60. «Regresé a Louisville después de los Juegos Olímpicos con mi brillante medalla de oro. Entré en un restaurante donde los negros no podían comer. Pensé en ponerlos en aprietos -escribía en su autobiografía-. Me senté y pedí comida. El campeón olímpico vistiendo su medalla de oro. Dijeron: ‘Aquí no servimos a negros’. Yo dije: ‘Está bien, no me los como’. Pero me dejaron en la calle. Y me fui al río y arrojé allí mi medalla de oro«.
Compromiso político
Igual que renunció a la medalla por sus ideales también haría lo mismo con el cinturón de campeón. Ali, aún bajo el nombre de Cassius Clay, se lo había enfundado por primera vez el 26 de febrero de 1964 al ganar contra todo pronóstico a Sonny Liston. Solo dos semanas después de coronarse adoptaba el nombre de Muhammad Ali, tras unirse a la Nación del Islam de Malcom X. Su compromiso político, que ya no era bien visto por parte del ‘establishment’ norteamericano, escaló con la guerra de Vietnam. El púgil se negó a alistarse en ejército. “¿Por qué deberían pedirme que me ponga uniforme y me vaya a 10.000 millas de casa y lance bombas y balas sobre la gente de color en Vietnam mientras que los llamados negros en Louisville son tratados como perros?», sentenciaba. Su negativa le costó en 1967 una condena inicial de cinco años de prisión (posteriormente revocada), la pérdida del título y la prohibición de competir durante tres años y medio. En 1974 llegaría la oportunidad de volver a pelear por el título contra Foreman, que a sus 25 años había ganado sus 40 combates.
El histriónico Don King bautizó el duelo como ‘Rumble in the jungle’, pelea en la selva, tras aceptar la propuesta del dictador Mobutu Sese Seko de llevarlo a Kinshasa, en el corazón de África. El déspota, que había cambiado el nombre del país de República Democrática del Congo a Zaire, quería blanquear su régimen de terror a través del deporte. “Una pelea entre dos negros en una nación negra, organizada por negros y vista por el mundo entero: una victoria del ‘mobutismo’”, rezaba uno de los anuncios.
Mientras Ali veía la plataforma perfecta no solo para recuperar su corona, sino para abanderar la lucha contra el racismo, Foreman, más parco en palabras, le daba un enfoque más pragmático. “Por cinco millones de dólares me tiro en avión y peleo contra 20 ‘Alís'».
Experto en el arte de la provocación
Experto en el arte de la provocación, Ali se había ganado con facilidad al público africano. Su imagen corriendo por las carreteras polvorientas junto a niños que le gritaban ‘Ali bumaye’ (Ali, mátalo) contrastaba con la de un Foreman que iba siempre acompañado por un pastor alemán, mascota predilecta de los antiguos colonizadores en el Congo belga.
El combate, programado inicialmente para el 25 de septiembre, se postergó más de un mes por una lesión de Foreman. Hasta que ambos púgiles saltaron por fin al ring ante la mirada de 60.000 espectadores y 800 periodistas en el estadio.
Allí Ali patentaría su ‘rope a dope’, refugiándose esa noche memorable en las cuerdas para cansar a Foreman antes de noquearle. «¿Esto es todo lo que tienes?», le gritaba en el sexto asalto a un rival que perdía las fuerzas y la paciencia a cada minuto. «Pareces cansado, este es el peor lugar para cansarse, jovencito», le vacilaba a un rival siete años más joven.
Hasta que, a falta de 24 segundos para el final del octavo ‘round’ Ali puso en marcha la segunda parte de su plan. Después de estar agazapado como un león, protegido por sus guantes y codos, se lanzó sobre su presa sin piedad. Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve, diez… diez zarpazos logró colocar en diez segundos en el rostro del defensor del título.
Foreman culpó al estado del ring “empapado y blando, como una lona de lucha libre” y al árbitro por darle por perdedor pese a no haber llegado a la cuenta de 10 segundos. Pero Ali, que se había convertido en el segundo boxeador de la historia que recuperaba el trono de los pesos pesados, dio otra explicación a su victoria. «Alá me dio fuerzas, sin él no soy nada. Soy el más grande de todos los tiempos. Foreman golpea como un niño, no me ha hecho el menor daño. En cada asalto sus golpes se volvían más lentos. Era un título que me habían robado». El combate había terminado; la leyenda (que películas como ‘When we were kings’, Oscar al mejor documental en 1997, y libros como ‘El combate’, de Norman Mailer, engrandecerían) no había hecho más que empezar.
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