He disfrutado con ‘Un equipo llamado España’, el documental que narra la victoria de la selección en la pasada Eurocopa. Está todo muy ágil y muy bien excepto una cosa. En el vestuario, antes de salir a jugar la final, el capitán Morata toma la palabra y recurre a un clásico motivacional para la tropa. Morata insta a sus compañeros a ganar por todos aquellos trabajadores que se levantan cada día a las seis de la mañana. ¿Pero qué pasa? No pongo en duda que los madrugadores merezcan que gane España, no es eso. Solo digo que no nos dejen fuera a los que escribimos artículos a la hora de comer, y en pijama. Ni a los que tenían examen al día siguiente, supieron priorizar y sacrificaron el aprobado por ver el partido, ni a los que aparcaron las obligaciones adultas y se jugaron el divorcio, ni a los que festejaron el título durante toda la noche y el lunes se quedaron en la cama.
O somos la selección de todos o no somos nada.
También diré que el fútbol va tan rápido que apenas han pasado unos meses de la Eurocopa y no recordaba casi nada. Sugiero llevar a cabo un experimento: preguntar a todos nuestros amigos quién marcó el primer gol de España en la final y comprobar cuántos recuerdan que fue Nico Williams. Es algo curioso entender que a veces lo concreto se difumina y lo supuestamente difuminado se concreta. A veces en el fútbol sedimenta la sensación por encima del dato. A veces en la memoria arraiga con más fuerza una falta cometida en cuartos de final que un auténtico golazo.
El unicornio Lamine Yamal
A veces también se juntan lo frío y lo sentimental, sin disyuntivas, y se instala el relato. Existen unicornios como Lamine Yamal, por ejemplo, que no te hacen elegir entre lo bueno y lo bonito, entre lo práctico y lo estético o entre la emoción y la competitividad, porque lo llevan todo instalado de serie. Ocurrió en la Eurocopa, está ocurriendo en esta temporada en el Barça (que sufre sus ausencias y vuela cuando está apto) y ocurrirá hasta que se retire, si no pasa nada raro.
Lamine pertenece a esa clase de superdotados que solucionan problemas complejos casi sin pensarlo. Destila una influencia tan embriagadora que no importa que juegue en un costado. Es ciertamente particular: su presencia ordena al resto y sus acciones mejoran a todos. Es algo fundamental en cualquier trabajo, ya sea en uno de esos de despertarse a las seis de la mañana o en otro de esos de robar bancos: encontrar un Lamine Yamal que nos haga parecer mejores de lo que en realidad somos.
De hecho, me gusta detectar un perfil de futbolista que aprecio, porque lo tiene todo muy claro. El futbolista que se hace súper amigo del que de veras marca las diferencias, el que teje con él una sociedad productiva, el que es lo suficientemente inteligente para saber que puede hacer una gran carrera adaptando su juego a las necesidades del mito. El que se busca un Lamine Yamal, lo mima, y sabe que es afortunado.
En esta categoría cabe incluir a los entrenadores. Aquellos capaces de esconder el ego para beneficiarse del talento ajeno sin perder autoridad y jerarquía dominan el arte del equilibrio. Es la clave del oficio y, a la vez, un detector preciso de sabiduría.
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