La modernez no está matando al fútbol. Tampoco las ansias por alcanzar justicia en un deporte que gana en gracia cuanto más injusto y puñetero es. Al fútbol lo mata el bendito ojo humano que, en estos tiempos, no mira lo que pasa frente a sus narices. No mira la realidad, sino una pantalla. Esto no va de acertar o errar, sino de hacer de esto algo comprensible.
El Barça, pésimo en Anoeta, no cayó contra la Real Sociedad porque a Lewandowski le anularon un gol por un fuera de juego detectado en la sala del VOR por Carlos del Cerro Grande y aceptado por el árbitro Cuadra Fernández. Pero sí cambió el ánimo de un equipo azulgrana tembloroso en defensa que ya llegaba al parón de selecciones exhausto tras sus siete triunfos consecutivos, con la ausencia clave por una contusión aún no curada de Lamine Yamal, y la presencia casi fantasmagórica de un De Jong incapaz de ahuyentar los fantasmas que le reclaman desde la enfermería.
Pero esa uña que el ojo humano, en este caso de Del Cerro Grande, entendió que era de Lewandowski, y no del central Aguerd a partir de la tecnología del fuera de juego semiautomático, quedó incrustada en las meninges de los futbolistas del Barça. También del técnico Hansi Flick, que pedía explicaciones al árbitro ejecutor, Cuadra Fernández, al entender que los controladores del VAR –que no la tecnología del fuera de juego semiautomático– habían confundido la bota de Lewandowski con la de su defensor. Algo que los jueces tenían claro que no era así.
A partir de ahí, el Barça, que había protagonizado un primer cuarto de hora correcto, se enredó hasta ser engullido por la titánica presión dispuesta por Imanol Alguacil. DeJong, que sólo aguantó 45 minutos, veía a los donostiarras correr a su alrededor mientras miraba de reojo y con mala cara su tobillo izquierdo, que era el sano. Aunque su problema, a estas alturas, tiene más que ver con los miedos adquiridos que con el dolor físico.
Con Fermín perdido como falto extremo diestro sin poder asumir el temple en la salida que suele ofrecer Lamine Yamal, a Casadó y Pedri les costaba horrores conectar con Raphinha y Lewandowski, que bajaba continuamente a la línea de medios por si encontraba alguna pepita de oro.
La halló sin embargo la Real Sociedad a partir de un fallo en cadena azulgrana. Iñaki Peña quiso iniciar la jugada con un pelotazo que se quedó a medias. Sucic se impuso a Casadó, y Cubarsí, enmascarado para proteger su brecha en la cara de diez puntos, tropezó sin poder seguir a Becker, que marcó con el mismo temple con el que uno se despierta de la siesta.
Gigantesco Kubo
Y el Barça, lejos de reaccionar, jugaba con la misma cara de desolación que esa chica que miraba el partido en la grada con la bufanda azulgrana mientras, a su alrededor, los hinchas de la Real Sociedad bailaban de espaldas. No les hacía falta mirar porque sabían lo que pasaba. Como Becker, que se tapó los ojos cuando fue con los suyos a celebrar el gol.
Pudo suspirar Flick al ver cómo Oyarzabal fallaba a puerta vacía en el tiempo añadido del primer acto; o cómo Becker amanecía en el segundo tirándole una vaselina a Peña no ejecutada con precisión con la defensa azulgrana mirando las musarañas; o cómo, otra vez el ex delantero neerlandés del Unión Berlín echaba el balón fuera bajo palos en pleno baile de Take Kubo, gigantesco en Anoeta.
Esta vez no le bastó a Flick con rescatar a Dani Olmo del banco. Tampoco resolvió lo irresoluble Ansu. Iñigo Martínez, crecido por los abucheos de la grada, se pasó la noche achicando agua. Solo.
El Barça debió sentirse huérfano sin Lamine. Y debió pensar en aquella idea soltada por Irvine Welsh en su Trainspotting: «Estoy rodeado por los cabrones que me resultan más cercanos, pero nunca me he sentido tan solo. Nunca en la vida».