En aquel tremendo Bercy Arena cuya estructura tembló durante cada una de las cinco misas que ofició Simone Biles (14 de marzo de 1997, Columbus, Ohio, Estados Unidos) en los Juegos Olímpicos de París, había una pregunta que los periodistas allí presentes trataban de exponer. Aun sabiendo que no habría manera de encontrar una respuesta, porque ni siquiera la protagonista la conocía. Ni la conoce. «Nunca digas nunca», repetía Biles en el sótano del pabellón, con una sonrisa en la que el alivio ganaba terreno a la felicidad, cuando tenía que volver a la misma cuestión. ¿Se había cerrado su carrera olímpica?
Protagonizó Biles en París uno de los regresos más impactantes de la historia del deporte. Siempre conviene recordar lo ocurrido. Tras asombrar en los Juegos de Río de 2016 (oro en salto, suelo, concurso completo y por equipos, además de bronce la barra de equilibrio), en los JJOO de Tokio su cuerpo desconectó de su mente. Y aquella gimnasta a la que la sociedad no quería permitirle fallar porque debía ser perfecta, tuvo que volver a levantarse. Como antes lo había hecho cuando tuvo que alejarse de su madre biológica, consumida por las adicciones, para ser criada por sus abuelos, o cuando sobrevivió a un depredador sexual protegido durante años por el sistema (Larry Nassar, antiguo médico del equipo estadounidense de gimnasia). En París, simplemente, fue una deportista. Fue humana.
Ganó tres oros (concurso completo, por equipos y salto) y deslumbró con ese Yurchenko con doble carpado que le aterrorizará hasta la última vez que lo ejecute. Pero la imagen icónica por la que será siempre recordada no tuvo que ver con el triunfo o con la deidad, sino con lo terrenal. Acostumbrada a ser fotografiada en las alturas, la mejor fotografía la encontró en el suelo.
El último día de competición, la prensa, los aficionados y ese cúmulo de expertos que convierten todo vaticinio en presión aguardaban a que Simone Biles ganara los dos metales dorados que la igualaran a las mujeres con más oros de siempre (la exgimnasta soviética Larisa Latýnina y la nadadora Katie Ledecky, que llegó a los nueve en París). Pero Biles, primero, se precipitó desde una barra de equilibrio que nunca tiene piedad. Acabó quinta en esa final. Y un rato después, sin tiempo para recomponerse, ya en la final de suelo, se salió dos veces del tapiz en un dificilísimo ejercicio de suelo. Aunque fue en ese momento cuando el mundo pudo apreciar que la verdadera redención nada tenía que ver con las medallas, sino con la redención personal. Con la plata colgada al cuello y tras hablarlo con su compañera y amiga Jordan Chiles, Simone Biles se arrodilló en el podio ante la ganadora y mayor rival deportiva, la fabulosa gimnasta brasileña Rebeca Andrade.
A partir de ahí, y después de abrazarse cuantas veces hizo falta a Nelly [madre adoptiva y esposa de su abuelo biológico] en la puerta de un pabellón que parecía diminuto ante el resplandor de su figura de 1,42 metros, Simone Biles vio cómo las piezas ya encajaban.
Simone Biles nunca hubiera imaginado competir en unos Juegos Olímpicos con 27 años. «Los 27 me dan pavor. Soy muy vieja. Supervieja. Al menos, para la gimnasia. Y como soy más mayor, tengo más miedo», se repetía Biles antes de la cita de París, consciente de que iba a ser la gimnasta de más edad que competía para Estados Unidos en más de 50 años. Pero el reto será aún mayor si Biles decidiera participar en sus cuartos Juegos, los que se disputarán en Los Angeles en 2028. Tendrá entonces 31 años. Sólo una gimnasta en la historia de Estados Unidos, Marie Margaret Hoesly, ha sido olímpica con más de esa edad (lo hizo con 35 años en los Juegos de Helsinki de 1952).
Nada de eso inquieta por ahora a Biles, que vive un sereno proceso de descompresión. Tras la cita olímpica en París, participó en una gira de exhibición (Gold Over America Tour) que la llevó a espectáculos en 32 ciudades estadounidenses. Se vendieron 182.000 entradas en espectáculos que combinaban el entretenimiento pop y la gimnasia que sirvieron para recaudar 19,3 millones de dólares).
Entretanto, ha participado en el diseño de maillots para la marca de prendas de gimnasia GK Elite. Y Athleta, la firma deportiva centrada en mujeres, ha ido popularizando líneas de ropa a partir de la preciada imagen de Biles, que ha visto cómo en 2024, según Forbes, ganó 11 millones de dólares en patrocinios (sólo 0,2 por sus competiciones deportivas). Además, en el primer trimestre de 2025 se inaugurará un restaurante temático en su honor en el aeropuerto intercontinental George Bush de Houston. Ya tendrá tiempo de decidir si compite en el Mundial de Gimnasia de Yakarta (14 al 20 de octubre de 2025) para sumar algún metal más a sus 30 medallas en campeonatos del mundo. Mientras tanto, entrena a su ritmo y acompaña a su marido, Jonathan Owens, a sus partidos de la NFL con los Bears de Chicago.
Simone Biles no ha dejado de volar. Pero ahora lo hace a su manera.