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En aquel tremendo Bercy Arena cuya estructura tembló durante cada una de las cinco misas que ofició Simone Biles (14 de marzo de 1997, Columbus, Ohio, Estados Unidos) en los Juegos Olímpicos de París, había una pregunta que los periodistas allí presentes trataban de exponer. Aun sabiendo que no habría manera de encontrar una respuesta, porque ni siquiera la protagonista la conocía. Ni la conoce. «Nunca digas nunca», repetía Biles en el sótano del pabellón, con una sonrisa en la que el alivio ganaba terreno a la felicidad, cuando tenía que volver a la misma cuestión. ¿Se había cerrado su carrera olímpica?

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