Tenemos algo en común con los futbolistas. Cuando nos sentimos asfixiados, incluso con la tentación de mandarlo todo a la porra, apenas un episodio, una escena, un simple momento, nos sirve para recordar por qué amamos lo que hacemos. Y todo adquiere otra vez sentido.
Qué noche me diste en Stamford Bridge.
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El fútbol, al menos para mí, son los recuerdos de una vida. La vivida -porque estaba en el lugar de los hechos-, y la no vivida -porque la pelota me impidió estar donde a veces debía-. Sería capaz de trazar mi existencia a partir de estadios, tribunas de prensa, ordenadores, cables, compañeros, amigos, jugadores, goles y, sobre todo, lágrimas. Las de otros, es decir las narradas, pero también las mías, que son las que no quedan por escrito.
Y no hay recuerdo que tenga tan clavado en la mente y al que recurra tanto como aquella noche en esa pocilga de Stamford Bridge. Fíjense cuán potente es el fútbol, capaz de convertir un partido lamentable jugado en un escenario terrible y dantesco en un paraíso terrenal que no he logrado sacar nunca más de mi cabeza. Andrés Iniesta marcó cuando las crónicas estaban ya más que cerradas el primer gol de su vida, sin saber que habría un segundo. Y los periodistas acabamos los textos por mero instinto de supervivencia, sin ánimo alguno de trascender. Bastante teníamos con salvar el pescuezo ante la guillotina del cierre.
Después de recoger el ordenador del suelo porque, en pleno éxtasis, alguien lo tiró de un manotazo; de soportar como algún animal nos escupía y tiraba algún vaso de cerveza; de ver cómo un compañero de radio se quedaba sin narrar el gol porque alguien le había arrancado el cable en plena euforia; de odiar a un vividor que me daba con el dedo en el hombro y me decía que me tocaría cambiar la crónica de arriba a abajo (lo hubiera estrangulado allí mismo); de sufrir porque un amigo no alcanzaba a tiempo el baño, porque de aquella ratonera era imposible salir; de temer por que algún superior se quejara de que no hablara de Ovrebo, cuando desde nuestro sitio, a ras de césped, a duras penas veíamos, ya no los penaltis, sino las rayas del campo; o de escuchar cómo Drogba, el delantero del Chelsea, nos insultaba como si nosotros hubiéramos bendecido al árbitro o parido a Iniesta…
Después de todo eso, sí, y con los hombros clavados en el estómago -estaba aprisionado por las panzas de dos periodistas que tampoco podían moverse un centímetro-, pude ponerme a escribir en lo que dura un suspiro, jodido destino, sobre el mejor gol que verían nunca mis ojos. No por bello -que lo fue-, o importante -abrió de par en par la era del mejor Barça de siempre, el de Guardiola-, sino porque hasta el último de mis días volveré a ese mismo lugar. De donde ya nunca me fui.