2003 fue un año decisivo en relación a la presencia de grupos violentos en los estadios de fútbol. Al menos en lo que se refiere al FC Barcelona. Joan Laporta accedió a la presidencia y se propuso eliminar a los radicales de las gradas, algo que no fue fácil y que le supuso no pocas críticas e incluso conatos de agresión y amenazas. Desde entonces, los Boixos Nois, que hasta entonces habían gozado de una cierta cobertura institucional, dejaron de poder acceder a las instalaciones del club donde guardaban banderas y material diverso, y fueron erradicados del Gol Sur. Al menos en teoría y al menos en casa. Lo cierto es que su presencia se ha mantenido a lo largo de los años –especialmente en los desplazamientos– y que algunos de sus derivados, como los Casuals, acumulan un considerable historial de actos delictivos más allá de los estadios. Los Boixos Nois no han desaparecido ni han crecido –y no se han hecho presentes, por ejemplo, en Montjuïc–, pero los Mossos creen que su incidencia aumentará cuando el club se traslade al nuevo Camp Nou.
Lo cierto es que el fenómeno ultra es difícil de analizar porque tiene muchas variantes y porque ha ido evolucionando desde su eclosión en los años 80 y 90 del siglo XX. Desde entonces, ha habido otras fechas clave que ayudan a situar el problema. Una, fue la tragedia de Heysel, en la final de la Copa de Europa, con 39 muertos tras un enfrentamiento entre las aficiones del Liverpool y la Juventus. Este episodio conllevó la expulsión durante años de los clubes ingleses de las competiciones europeas y, en consecuencia, un descenso notable del nivel de violencia en las islas, como mínimo de los grupos organizados. Otra, la incursión de aficionados rusos en la Eurocopa de 2016, en Marsella. Se trató más de una razia paramilitar que de una trifulca entra aficiones. Fue la punta de un iceberg que simboliza la situación actual del fenómeno ultra en Europa, con focos especialmente inquietantes en Francia, Italia, Europa Central y del Este, pero también en países como Suiza o, por supuesto, España.
Hay hechos recientes que han vuelto a poner sobre la mesa el problema: la actuación del Frente Atlético (con una considerable presencia e influencia en el club) en el Metropolitano, durante el derbi madrileño; la violencia de los ultras del Anderlecht en Anoeta; la detención de 19 radicales del Inter y del AC Milan, acusados de extorsiones y con conexiones con la ‘Ndrangheta calabresa, u otros episodios menores pero no menos significativos como la actuación de los hinchas del Feyenoord en Girona (simbología nazi, lanzamiento de objetos) durante un partido de la Champions.
Se ha instalado en todo el continente una corriente que no obedece necesariamente a unos parámetros ideológicos (hay ultras de todo signo, aunque destacan los radicales de extrema derecha) sino, esencialmente, a una práctica repetida y constante de la violencia, muchas veces con el fútbol como simple telón de fondo, no solo en el interior de los estadios sino también en la calle, con entramados estructurales entre los grupos que han cobrado nueva vida con las redes sociales, los foros y los chats, y con amistades y enemistades enquistadas. El control previo y las informaciones entre cuerpos policiales evita mayores desgracias, pero el problema está aquí y se repite con una asiduidad preocupante.