Aún me duele el alma reconocerlo, pero hoy es el día. No dejo de pensar en ello cada semana. Yo tenía, tenía, sí, tres camisetas guardadas como oro en paño. Las tenía guardadas en una bolsa de tela preciosa, con una cremallera aún más bonita, metidas en un maletín de mano que mi tío Manolo, el último Pérez de Rozas de la saga que falleció, me había regalado para que las guardase. Digo que me duele el alma porque fue lo único que se perdió en uno de los traslados de casa que hice hace ya muchos años.
Las camisetas eran y no las cito por orden de preferencia, pues amaba apasionadamente a las tres, del peruano Hugo ‘Cholo’ Sotil, Johan Neeskens y el madridista Laurie Cunningham. Sotil fue aquel virtuoso que coronó el título del 73-74, con Johan Cruyff al frente, tras 26 partidos consecutivos sin perder, en El Molinón, cuando llamó a su madre, desde el teléfono que había en los vestuarios del eterno campo del Sporting, al grito de “¡mamita, campeonamos!”
El futbolista total
La casualidad, pura y dura, quiso que mi segunda camiseta fuese la de Neekens, precisamente el futbolista todoterreno, un auténtico motorcito, el jugador total, un ‘box to box’ impresionante, el recuperador más grande que jamás han visto mis ojos, el hombre que impidió, al año siguiente de esa celebración, que Sotil siguiese jugando en el Barça porque solo se permitía alinear a dos extranjeros.
El por qué tenía (¡Dios, cómo me duele escribir ‘tenía’) una camiseta de Cunningham, precisamente la que utilizó el día de su único partido grande con el Real Madrid, en el Camp Nou, bajo el diluvió, en el que volvió loco al jabato ‘Torito’ Zuviria, fue sumamente divertido. Cunningham me la dio como pago a unos zapatos mallorquines que le regalé, luego de que me los viese el día que le entrevisté, en Inglaterra, la semana que firmó por el Real Madrid. Cunningham ha sido el l único jugador blanco que salió ovacionado del ‘estadi’ y fue aquella noche, sí.
Les cuento estas pequeñas historias porque jamás olvidaré a Neeskens, nunca. Ni tampoco aquella camiseta. Para que se hagan una idea de qué tipo de futbolista estamos hablando, es decir, el jugador arrollador, total, lástima que no midieran entonces los kilómetros que hacía cada futbolista, les contaré que, antes de guardarla, tuve que lavarla hasta tres veces para que se le fuese el olor a sudor.
Neeskens era puro sudor, toneladas de fuerza, plasticidad, parecía de goma, pura entrega, un recuperador nato ¡ríanse ustedes de los ‘tackles’ que se hacen ahora! Johan II volaba bajito, a ras de suelo, a cuatro centímetros de la hierba y se llevaba todos los balones, los recuperaba y se los daba a Johan I, Cruyff, el primer ‘D10S’, que se había traído a su cuñado, precisamente, para que le hiciese el trabajo sucio, de la forma más limpia e impecable posible.
A Johan Neeskens le encantaba Barcelona, disfrutó muchísimo siendo jugador del Barça, pero jamás entendió por qué entraba en los restaurante, a las cinco de la tarde, y no podía cenar. «Volvíamos a las ocho y, cuando Marianne y yo nos íbamos, entonces llegaban el resto de comensales»
Neeskens, que era uno de los ‘beatles’ de aquel Ajax de Amsterdam que había acumulado Copas de Europa y fue el tuétano de la ‘naranja mecánica’, que perdió la final del Mundial de Alemania ante los anfitriones, fue el encargado de lanzar el penalti de aquel partido con el que se castigó a Uli Hoeness, que no tuvo más remedio que derribar al ‘Profeta del gol’ en la primera acción de aquella final.
Neeskens, que siempre tiró los penaltis, a lo bestia, con una potencia impresionante, por el centro y fue gol, claro. Los porteros, entre ellos Sepp Maier, lo sabían, pero si se ponían en medio, entraban ellos y el balón en la portería, tal era la potencia del disparo. Luego Paul Breitner, también de penalti y Gerd Mueller se encargaron de ganar la Copa del Mundo, pese al gran, enorme, vistoso fútbol de Holanda, ahora Países Bajos. “Perdimos aquella final”, contaba siempre Neeskens, “pero demostramos ser los mejores y nunca dejamos de ser admirados por ello”. Muy cierto.
Neeskens era todo vistosidad. Cuentan (y es cierto, ¡vaya que sí!) que las chicas lo tenían como ídolo en Barcelona cuando llegó para reforzar y convertirse en el pulmón del centro del campo culé. Y eso, que tuviese más éxito que el mismísimo Cruyff, tenía algo mosqueado al gran Johan.
Ni que decir tiene que, futbolísticamente, eran la noche y el día, la luna y el sol, la fiereza y la finura, la pelea y el dribling, la fuerza y el tacto. Neeskens se pasaba el día complaciendo, me temo, a Cruyff. No solo sobre el césped, donde su sacrificio y juego servicial permitía que ‘D10S’ campase a sus anchas, esperando la llegada del balón, sino también fuera del campo.
Tanto es así que cuando Marinus Michels, entrenador también holandés del Barça, los concentraba en el hotel Vallvidrera, temeroso de que aprovechasen la noche antes de los partidos de casa para salir de fiesta, los sentaba en el comedor en mesas de cuatro y les permitía una botella de vino por mesa. Pero Neeskens no bebía, total que Johan I y, cómo no, ‘Charly’ Rexach, le pedían siempre (¿o le exigían? ¡Vaya usted a saber!), que se sentase en su mesa “así tendremos una botella para tres”.
Neeskens se prestaba a todo con tal de mantener una convivencia sana y complicidad absoluta. Cuando sustituyó en el banquillo del Barça al ‘ogro’ Ten Cate, el ayudante de Frank Rijkaard que sacó todos los ejemplares de los periódicos que se leían en el vestuario de ‘can Barça’ “porque ustedes solo tienen que escucharnos a nosotros”, Neeskens no fue capaz de hacer de poli malo y los jugadores ganaron, sin duda, en calidad de vida (fácil).
Tal vez por ello, porque se trataba de un ser encantador, Neeskens acabó convertido en un profesor, en un maestro, en un predicador de las bondades del fútbol. Desde hacía más de una década, Johan II ejercía de embajador especial de la Federación Holandesa de Fútbol. Era uno de los líderes de un proyecto hermosísimo que los holandeses habían creado en colaboración con UNICEF: ir a cuantos países lo solicitaban para formar entrenadores, educadores, maestros del fútbol que enseñasen a los niños, no solo a jugar al balompié, sino también a defender los valores del deporte rey. La muerte le pilló en Argelia, trabajando para el fútbol, su pasión.
Michels les dejaba compartir una botella de vino entre cuatro en las comidas y cenas en las concentraciones, en Valvidrera, pero Neeskens no bebía, así que Cruyff y Rexach le pedían que se sentase en su mesa «porque así nuestra botella será solo para tres»
Neeskens, en efecto, dedicó los últimos diez años de su vida a compartir todo lo que sabía y aprendió del fútbol. Neeskens y la federación de su país crearon, en ese largo periodo de tiempo, más de 15.000 entrenadores-educadores en 52 países del planeta. Puede que Neeskens, lo vi y olí en su camiseta, no les enseñase el virtuosismo del fútbol, pero sí cómo convertirse en jugadores valiosos para su equipo, aquel que se pasa más de 90 minutos, muchos más, peleando por ellos y recuperando todos los balones que podía para que la figura pudiese crear su juego.
Neeskens llegó a Barcelona después de perder aquella mítica final, la que Franz Beckenbauer le ganó a Johan Cruyff. Y llegó recién casado con Marianne, su primera esposa. Al holandés le encantaba Barcelona, siempre le gustó, aunque, eso sí, jamás se adaptó a los horarios mediterráneos.
Siempre explicaba que él y su esposa llegaban a los restaurantes a las cinco de la tarde “y nunca nos daban de cenar, siempre encontramos a la señora de la limpieza que nos decía que, por favor, volviéramos más tarde. Y, sí, volvíamos a las ocho. Cuando nosotros nos íbamos del restaurante, empezaban a llegar los primeros comensales”.
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