«Ser generoso me hace débil», decía Rik Van Looy para explicar su filosofía sobre la bicicleta, esa voracidad que le convirtió en el segundo ciclista con más victorias en la historia del deporte, en un ganador implacable, el primero que convirtió a su equipo en una máquina perfecta diseñada con el único y sagrado fin de conducirle al triunfo. Adoraba que le llamasen el ‘Emperador de Herentals’, la localidad belga de la provincia de Amberes en la que creció. Ya no le hacía tanta gracia que se refiriesen a él como “Rik II” (el otro apodo por el que se le conocía) porque eso significaba que había existido un ‘Rik I’, Rik Van Steenbergen, el primer dios del ciclismo belga, el hombre que gobernaba sobre los adoquines cuando Van Looy se convirtió en corredor profesional e inició un reinado que acabaría con la llegada del otro prodigio belga, el que superaría a todos sus antecesores siguiendo una escuela muy similar a la de Van Looy, Eddy Merckx.
Van Looy llegó al ciclismo empujado por la pasión que sentía por la bicicleta y por el oficio de repartidor de periódicos al que se entregó de forma abnegada. Se levantaba muy temprano y durante horas manejaba aquella pesada y cargada bicicleta por las complicadas calles de la provincia flamenca. Así fue trabajando la musculatura y conectando con ese pueblo que le adoraría de forma ciega, a su emperador, al hombre que no tenía nada pero que a base de esfuerzo se convirtió en el más grande. Solo en Italia, con las figuras de Coppi y Bartali, se había vivido un fenómeno parecido. En Bélgica fue Van Looy el primer ídolo de masas indiscutible que arrastraba miles de aficionados a las cunetas solo por verlo, por jalearlo, por celebrarlo. Él interpretaba aquel papel con gusto, consciente de lo que significaba y de la responsabilidad que también acarreaba. Por eso no podía perder. Rik Van Looy acumulaba triunfos y no despreciaba una sola carrera porque se lo debía a su esfuerzo, a su equipo y a sus súbditos, como hace un buen y justo emperador.
Era lo que hasta hace poco se conocía como un clasicómano. Un tipo de una potencia espectacular, un llegador único que no perdonaba cuando había que jugarse la victoria en los esprints pero que muchas veces los evitaba con una arrancada espectacular antes de la meta. Eran victorias que celebraba especialmente porque le permitía disfrutar de esos minutos de gloria, escuchando los gritos del gentío, saludando a esa gente que le quería como si fuese un miembro más de sus familias. Van Looy llegó al ciclismo profesional cuando acababa el tiempo de Van Steenbergen (Rik I) y en los últimos años de los cincuenta comenzó a amasar triunfos en pruebas de un día, ideales para él porque no tenía piernas para plantearse la victoria en las etapas de montaña o las grandes vueltas. De manera constante fueron cayendo todas las carreras importantes en su palmarés y tal vez la cuenta hubiese sido mucho más grande de no haber sufrido importantes caídas que le obligaron a periodos largos de convalecencia. Su primer triunfo en un “Monumento” (como se les considera ahora porque entonces no existía esa etiqueta) fue en la Milán-San Remo de 1958. Un año después sumó el Tour de Flandes y Lombardía; y en 1960 se anotó el primer Mundial en carretera y cumplió con el sueño de vestir el maillot arcoiris aunque aquel fue un año sin otros grandes triunfos. Se desquitó en 1961, año en el que repitió victoria en el Mundial y además añadió las victorias en la París-Roubaix y en Lieja con lo que se convirtió en el primer ciclista en la historia capaz de ganar los cinco monumentos, una hazaña que desde entonces solo repitieron dos compatriotas de la siguiente generación: Eddy Merckx y Roger de Vlaeminck.
La cuenta de Van Looy no se detuvo hasta las 367 victorias (dos mundiales, 8 monumentos y 37 victorias de etapa en las grandes vueltas) para convertirse en el segundo corredor que más veces ha levantado los brazos después de Merckx. Una cifra que le retrata pero que también confirma el extraordinario trabajo que organizó a su alrededor. Porque el belga fue el primero que puso una estructura entera a su servicio. Veníamos de los tiempos de los grandes corredores italianos en los que la fidelidad al líder era indiscutible, pero todo resultaba más romántico, menos estructurado. Mataban por su jefe de filas, le cuidaban como a un hermano, le protegían, pero la preparación no era la misma y las ayudas que recibían en la carretera eran limitadas. Con Van Looy todo cambió de forma radical. Al Faema, el equipo en el que corrió entre 1956 y 1961, se le conoció como la “guardia roja”, una máquina perfectamente engrasada para prepararle los finales, para imponer el ritmo necesario en cada momento y para tirar abajo escapadas que pusiesen en riesgo algún otro triunfo. Eso a lo que tanto nos ha acostumbrado el ciclismo nació con Van Looy.
Pero hablar del ‘Emperador de Herentals’ también obliga a recordar su derrota más dura, la del Mundial de 1963, en Ronse, en tierras flamencas, en sus dominios. La selección belga estaba llena de miembros de su “guardia roja” y en la víspera se planificó la carrera y cómo se repartirían el premio en caso de victoria de Van Looy. La prueba estuvo controlada por ellos hasta que llegó el momento final. Benoni Beheyt, que debía ser el penúltimo lanzador, el que apretase en la entrada del último kilómetro, alegó que le dolían las piernas y que no podría hacer ese trabajo. Eso dejó toda la responsabilidad en manos de Gilbert Desmet que lanzó el esprint demasiado pronto y con excesiva velocidad por lo que Van Looy perdió su rueda y eso le obligó a un sobreesfuerzo. Consiguió alcanzarle y a falta de cien metros parecía que tenía el triunfo en su mano, pero justo en ese momento por la izquierda apareció como un relámpago la figura de Benoni Beheyt. Van Looy trató de cerrarse un poco, pero su compatriota le apartó con la mano derecha y lo superó para conquistar el Mundial de forma sorprendente ante la incredulidad de los miles de aficionados que habían acudido a ver la victoria de su emperador. Hubo reclamaciones, se revisó la secuencia, pero se mantuvo el triunfo del belga Beheyt que en el podio era incapaz de cruzar la mirada con Van Looy. Aquel episodio, que hizo correr ríos de tinta en Bélgica, se conoció como la “Traición de Ronse”. Van Looy pareció aceptar la derrota de buen grado pero Beheyt apenas volvió a ganar. Se retiró muy joven, con apenas 27 años, después de sufrir durante más de tres temporadas el bloqueo de los equipos belgas.
En 1970, cubierto de gloria y de triunfos, regresando de un critérium en pista Van Looy le dijo a su mujer que no volvería a subir a la bicicleta. Merckx, con quien coincidió en el mismo equipo durante un corto espacio de tiempo, ya era el nuevo rey y era el momento de descansar. No quiso gira gloriosa de despedida como la de ‘Rik I’. Se marchó de forma discreta, sin hacer mucho ruido. Incluso en su casa no quiso que hubiese demasiados recuerdos de sus triunfos. “Lo pasado, pasado está. Todos los trofeos, maillots, medallas…lo he regalado todo. A organizaciones benéficas, seguidores, amigos. Significa más para ellos que para mí” dijo sobre su decisión. Incluso la estatua en su honor que se erigió en el centro de Herentals es discreta, no recuerda su gloria. Se le ve mayor, vestido de ciudadano normal, con las manos en la espalda como un jubilado que da un apacible paseo por las calles. Así le vieron sus vecinos durante años hasta que a comienzos de la pasada semana murió a los 90 años.
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